23 de septiembre de 2007

Thoreau, el genio

"Este mundo es un lugar de ajetreo. ¡Qué incesante bullicio! Casi todas las noches me despierta el resoplido de la locomotora. Interrumpe mis sueños. No hay domingos. Sería maravilloso ver a la humanidad descansando por una vez. No hay más que trabajo, trabajo, trabajo. No es fácil conseguir un simple cuaderno para escribir ideas; todos están rayados para los dólares y los céntimos. Un irlandés, al verme tomar notas en el campo, dio por sentado que estaba calculando mis ganancias. ¡Si un hombre se cae por la ventana de niño y se queda inválido o si se vuelve loco por temor a los indios, todos lo lamentan principalmente porque eso le incapacita para... trabajar! Yo creo que no hay nada, ni tan siquiera el crimen, más opuesto a la poesía, a la filosofía, a la vida misma, que este incesante trabajar".

Henry Thoreau (1817-1862), La desobediencia civil.

16 de septiembre de 2007

El silencio y la soledad

Visión en sombras.
Llora una anciana sola,
la luna como amiga.

(omokage ya
oba hitori naku
tsuki no tomo)


Matsuo Bashō, poeta y místico japonés (1644-1694)

9 de septiembre de 2007

Los monopolos

En Física, los monopolos (magnéticos) son aquellas partículas que tienen tan sólo un polo magnético (esto es, norte o sur). Dichas partículas aún no han podido ser creadas, ni siquiera en las condiciones extraordinarias de los aceleradores de partículas. Lo habitual es hallar partículas con dos polos; incluso rompiendo un imán hasta su constitución atómica, siempre obtendríamos dos polos. Los monopolos se nos resisten.

En la vida diaria sucede justo al contrario. Los monopolos nos invaden, son el azote de la modernidad: monopolos mentales, por supuesto. Las gentes, todos nosotros, encerrados en un esquema mental fijo del mundo, somos inusitadamente reacios a abandonarlo. Pero unos más que otros.

Me refiero especialmente a individuos que pululaban a mi alrededor, en la playa mediterránea, en los días pasados de agosto. Iban con sus sombrillas, con sus chanclas, los bronceadores y las toallas pegadas a su cuerpo. Apenas salían del apartamento, al contemplar el tiempo, feo, gris, lluvioso (como ha sido este agosto, para mi regocijo), maldecían al divino y ofendían a sus muertos, y se quedaban allí, en recepción, con cara de atontados, superados, inútiles, sin saber qué hacer, amputadas sus ilusiones.

Otros son los machacantes del sábado noche, los jóvenes putrefactos que danzan al ritmo de las babosas de música escandalizada y alcohol mohoso, penetrando en el reino de lo inconsciente, que también son superados por el ruido y su propia idiotez. Deslizándose en masa hacia la sodomización social, penetrados hasta la médula por las doctrinas y visiones de otros, tienen a su vez una perspectiva única, de recreo, de patio de colegio -ir dónde van los demás-. No les des alternativas, no les ofrezcas una posibilidad innovadora, no les hagas ver que hay algo más; escupen, te escupen, hasta se escupen ante esa ocasión: para ellos, todo y todos son reducibles a su panorama mental, a sus gustos relamidos y consumidos. Aunque llueva, aunque haga frío, aunque haya habido un atentado a diez metros, un asesinato en la esquina, pese a que el mundo se desmorone y acabe convertido en pedazos de roca, ellos seguirán marchando en grupo, arropados, confiados y seguros de que el sábado noche es su peculiar epifanía de la vida, incluidos botellones, polvos mágicos, y la demolición de su frágil identidad.

También nosotros, quienes no llegamos a esos extremos remotos de desmayo mental, también tenemos momentos de confusión, en los que no sabemos hacia dónde dirigir los pasos. Pero, tal vez por una gracia divina, o porque la vida no ha sido del todo ingrata, pensamos raudamente, y se nos acuden a la quijotera alternativas a las que abrazarnos de inmediato; no nos aturden, o por lo menos no completamente, las tejemanejes del destino, de la sociedad, del puñetero tiempo. Siempre hay algo que hacer, algo en lo que meternos de lleno. ¿Mal tiempo, puertas cerradas, ilusiones perdigonadas? Tras un instante de desconsuelo, de rabia o de impotencia, llega el pensamiento, la acción o un deseo nuevo, y hacia él nos encaminamos, con bríos renovados y ansias de extraer jugos sabrosos a lo que hace sólo un segundo no existía para nosotros. Una nube, un libro, una mirada, un lugar, y todo cambia.

Mientras, y no me gusta ser condescendiente, los playeros se quedan allá, aún pensando cómo han podido tener tan mala suerte, y los escupitajos del histerismo nocturno permanecen anclados, encadenados, a su monopolo, a su único, especial y singular espacio, ignorando lo que se agita más allá, en ese otro polo opuesto. Hay que superar los monopolos, destrozarlos, pulverizarlos. ¿O acaso queremos convertirnos en uno de ellos?