30 de octubre de 2008

'Northern Exposure' (Doctor en Alaska): episodio 1x08, "Aurora Borealis"



Prometí, hace unos meses, hacer algunos comentarios acerca de los episodios más relevantes de "Doctor en Alaska" (Northern Exposure, NX). Sé que estos textos, que espero no sean demasiado soporíferos, nacen de mi fanatismo, de un fervor casi religioso por esta producción televisiva, y que por tanto no tienen demasiado interés para quienes no sientan lo mismo por ella. El freakismo sólo se entiende, si acaso, entre iguales; no merece la pena explicarlo, justificarlo, o excusarlo. Uno lo experimenta, lo siente, y aunque abrigue deseos de que los demás lo compartan, en el fondo sabe que es algo personal y muy arraigado en la psique, algo enigmático y completamente indescriptible. Con todo, ahí va.

El capítulo al que hoy hacemos referencia es el octavo, y último, de la primera temporada, cuyo título es "Aurora Borealis", en original. Como siempre, comprende una historia principal a la que se le añaden otras dos o tres más que involucran, en este caso separadamente, a todos los personajes de la serie. Nosotros nos ceñiremos al relato de la obra artística de Chris, el locutor filósofo y con el encuentro con su hermano, hasta entonces desconocido, Bernard.

Desde hace unos días, Chris Stevens trabaja en una nueva obra de arte; como suele sucederle cada cierto tiempo, siente el anhelo de crear, de construir algo que antes no existía y que establece una relación entre la vida y el mismo acto de creación. O mejor, sabe que como la vida es en sí misma una creación constante, una obra de arte por definición, trata de recomponerla y recrearla, imitando a la, sin embargo, inimitable naturaleza. Siente esa llamada al mismo tiempo que un nuevo personaje, ataviado con ropas de cuero y montado sobre una enorme Harley, hace su aparición en Cicely.


Bernard llega a Cicely, centro de ninguna parte

El sujeto es Bernard, Bernard Stevens, como descubrirá Chris posteriormente. Su primer contacto acontece en el bar de Holling, el Brick, en donde Bernard apura unas cuantas raciones de comida grasienta. Chris comenta con Shelley el tema que ha estado radiando durante la mañana; Jung, los sueños y el inconsciente colectivo. Entonces Bernard explica los motivos de su llegada, a partir de unos sueños muy extraños. Éstas son sus palabras: "Es una locura. Una mañana estás viviendo en Portland, y trabajas para Hacienda, nada especial. Y luego tienes un sueño raro; crees que es un sueño, pero no estás seguro. Así que dejas tu empleo y te compras una Harley... aunque le tienes miedo a las motos. Y luego te diriges al norte sin destino fijo, pero sabes que tienes que seguir y seguir. Y justo cuando crees que has perdido contacto con la realidad llegas aquí, a Cicely, Alaska". Holling y Shelley parecen no entender una palabra, pero no así Chris, que posteriormente mostrará a Bernard su obra artística, titulada "Aurora Borealis". Bernard decide quedarse en el pueblo y ayudar a su nuevo amigo en su creación, que ya siente propia, de alguna manera inefable. Esta, de hecho, no es más que un conglomerado de tubos, llantas y esferas oxidadas, dispuestas en pertinente posición y que, vistas en conjunto, semejan algo, si bien no queda muy claro qué, sobretodo para Maurice, poco ducho en apreciaciones artísticas.


La Aurora Borealis

El trabajo conjunto permite a ambos conocerse mejor. Bernard menciona la sensación de irrealidad, de estar en un sueño, desde que salió de la ciudad; llegar a Cicely, hallar a Chris, el trabajo en la escultura, y la Luna, ese extraño satélite cuya luz, de tan brillante, impide dormir a la mayoría de habitantes del pueblo. Todo parece virtual, ficticio. Y por ello desea continuar su labor creadora, ya que su pesadilla es quedarse dormido y que, al despertar, todo se evapore. A lo que Chris responde, explayándose a gusto, que los sueños permiten revelar el inconsciente, como señalaba Jung, liberando nuestros deseos y deseos más íntimos que no pueden aparecer conscientemente. Bernard no está seguro de lo que implica todo ello, pero como Chris abandona el proyecto por ese día los dos se introducen en su caravana y se disponen a dormir.


Trabajo en equipo

Y, naturalmente, sueñan. Más aún, sus sueños se fusionan, participando cada uno en el sueño del otro. Lo cual, desde luego, sólo es posible en la ficción, es decir, en los sueños, es decir, en lo irreal de la realidad... o al revés.


Jung, al volante

Todo este enredo onírico está generado, suponen ambos personajes, por la acción de la aurora boreal, fenómeno que suele verse en latitudes altas cuando el Sol produce violentos chorros de materia formados por protones y neutrones, y que llegan a los polos gracias al desvío del campo magnético terrestre. En todo caso, lo que Chris y Bernard van a descubrir es que comparten algo más que los sueños; de hecho, nacieron el mismo día, y su padre (aunque no su madre, de ahí sus diferencias genotípicas) es, pásmaos, la misma persona. Lo que signfica, huelga decirlo, que son hermanos. Dos hermanos unidos por los sueños, por la aurora boreal, y por el destino, en combinación libre.


Hermanos, gracias a los sueños

Cumplido el cometido del sueño, y de la aurora, esto es, hallados y bienhallados ambos hermanos, una vez el encuentro ha pasado de lo visionario a lo carnal y palpable, entonces cada uno debe seguir su camino. Chris mantendrá su labor radiofónica, unida a la necesidad creadora y contemplativa, mientras que Bernard retornará a su polucionada urbe recuperando su empleo en el fisco, sabedor, ahora, de lo relevantes que a veces pueden ser esas imágenes que sólo viven cuando cerramos los ojos. Chris puso el arte; Benard el arrojo; el inconsciente, el resto.


Despedida

Y, mientras, ahí está el arte, el arrebato de quien no puede evitar hacer, como todo buen demiurgo, una copia de lo existente, recomponiendo y construyendo de nuevo la realidad sin beneficio ni productividad alguna, sólo por el mero acto de ingeniar algo que no está ahí fuera, ni aquí dentro. Esa aurora que bordea las montañas, a la que Chris quiso rendir homenaje, luz etérea y destinada a desaparecer tras unos minutos de ondulante serpenteo, sigue diciéndonos lo mismo a los seres humanos desde hace milenios: cualquier artista debe reformular todo lo dicho y hecho hasta entonces. Debe imaginar un nuevo universo de conexión entre personas, entre esferas de realidad, incluso. Debe destrozar lo establecido, los canales ordinarios de los que se sirven los demás para relacionarse y vivir.

Romper las suturas de la cicatriz, para permitir el paso de la sangre al exterior, alimentándonos. Quien no esté dispuesto a abrirse las venas, que no se dedique al arte.


Sólo hay una verdadera aurora, todos sabemos cuál es

20 de octubre de 2008

Catedrales de papiro y viejas glorias



Dispongo, a pocos metros de mi casa urbana, con una de esas maravillas ingeniosas y admirables que la Humanidad, cansada de guerrear y buscarse problemas, inventa cada mil años. Las bibliotecas, catedrales del papiro y viejas glorias enterradas y adormecidas en el tiempo, son el retiro ideal para almas que tratan de hallar sonidos (es decir, silencios), olores y ambientes a punto ya de desaparecer.

Porque, en efecto, el carácter sagrado e intelectualmente enriquecedor de tales guaridas, algunas de ellas verdaderas catacumbas del saber y de la historia, está perdiendo día a día su condición idiosicrásica, la de brindar en esa seductora atmósfera, desinteresadamente, el tesoro humano de milenios; y esto se debe a empresarios y especuladores que, no contentos con sus excesos y desquites en terrenos financieros y de negocios (evidenciados dramáticamente en las últimas semanas), pretenden ahora mercantilizar nuestro conocimiento, que tanto ha costado reunir y conservar, dosificándolo en función del previo pago de una ligera propina.

La idea parece tan estúpida, infame y despreciable, que quien la propuso merece dormir entre rejas, de por vida; no hay forma más miserable de comprender el espíritu de una biblioteca, ni procedimiento tan blasfemo y vil para encargarse de las preocupaciones o las dificultades que ésta genera. Me temo, sin embargo, que es una propuesta, la de comercializar nuestras bibliotecas, que ya está a punto en otros países de convertirse en práctica real. Si esto es así, por el abyecto efecto dominó que conlleva vivir en un mundo globalizado, no tardará en hacerlo en el nuestro. Sería el fin de algo precioso, único y tan estimable que aún hoy ni siquiera se ha
valorado en su justa medida.

Pero, a todo esto, yo me disponía a hablar de la biblioteca que besa mi calle gandiense. Y es que, allí, controla y dirige el hospicio para enfermos de papel y tinta impresa una menuda y muy generosa señora, graciosa y dedicada, pero de cuya lengua de fuego y ademanes en ocasiones furiosos mejor no diré nada. Hace unos días, cuando me disponía a abandonar el templo con dos pequeñas obras de grandes autores (Samuel Beckett y Max Aub, para los cotillas...), reclamó ella mi atención, preguntándome -con tono algo inquisitivo- qué era lo que estudiaba; iba a responderle, en un alarde de chulería, que no yo estudio nada, sino que trato de aprender, cosa muy distinta, lo cual hubiera derivado, naturalmente, en miradas de reproche y palabras agrias. Para evitarlo, contesté rápido y, entonces, se agachó y sacó de un cajón casi un millón de pequeños tomitos de filosofía: estaban por allí Platón, Nietzsche, Gadamer y Russell, acompañados de Aranguren, Hegel y Marcuse, entre otras prendas de siglos ya muy muertos. Le dí las gracias, varias veces, porque me venían bien, muy bien, de hecho, todas aquellas obritas. Me dijo entonces la bibliotecaria que era una donación de no sé qué catedrática de filología, y que llevándomelos hacía, como señaló socarronamente, un favor a la institución, puesto que aligeraba peso de las estanterías; los libros, cabe decirlo, llevaban marcas de posesión (firmas y fechas de comprado, dedicatorias y cosas así), y en algunos casos -como 'La República', por ejemplo- los rayajos a lápiz a veces tapiaban el mismo texto. No resulta extraño que quisieran deshacerse de ellos...

Como soy muy ignorante, y desconocía que uno podía brindar sus libros a las bibliotecas así como así, le prometí a la responsable (Roser, ése es su nombre) que, a cambio, le correspondería con algunas novelas de ciencia ficción que había adquirido no hacía mucho. Éstas, contrariamente a las obras recibidas, estaban inmaculadas, y cuando hoy por la mañana he pasado nuevamente por aquel antro espiritual para devolver los viejos préstamos, habiéndome nutrido ya de ellos, me he convertido 'oficialmente' (Dios, cómo odio esa expresión...) en benefactor de la biblioteca de Be... Quizá mis novelas -es decir, ahora ya las novelas de todo el mundo, para todo el mundo...- no descansen finalmente en las estanterías, sino que, como le ocurrió a los manoseados y amarillentos tomitos de filosofía que la catedrática anónima depositó en la mesa de la bibliotecaria, abandonen la catedral del papel y huyan a una casa cualquiera, donde sólo puede disfrutarlas un puñado de gentes.

Ya verá Roser qué hace con ellos, lo dejo todo en sus manos. Yo, por mi parte, hoy me he agenciado otro clásico, un volumen mastodóntico y de diminuta tipografía, "La montaña mágica", de Thomas Mann, claro. Es una edición casi prehistórica, con páginas ocres y lomo desgastado. Algunas hojas apenas se sostienen a los pliegos, por lo que habrá que mimarlo como si fuese un bebé.

Me pregunto cuántas emociones, cuántos sentimientos habrán producido esas mil páginas deterioradas y mústias, todo el universo de sensaciones que sólo una obra literaria puede ofrecernos: risas y alegrías, llantos y pavores, estremecimientos y dolores, a decenas, centenares o miles de personas. Y todo gracias a un impulso filántropo, a un uso inteligente de los recursos públicos, y a la tarea de gente como Roser que siente la biblioteca, no como su trabajo, sino como su casa. Y gracias a gentes como nosotros que las cuidamos y les extraemos el jugo con gusto y a diario: no vamos allí para tomar el café con los amiguetes estudiantes o para que vean lo cultos que somos, o con el fin de buscar información para el trabajo escolar o preparanos de cara al próximo exámen. Ésos son usos banales, intrascendentes y vulgares de la biblioteca, típicos en gente afín a ellos, y que estoy seguro rechazaría enfáticamente el mismo edificio, si dispusiera de voz propia.

Nosotros sabemos bien lo que nos brinda la biblioteca. Sabemos valorarlo y conocemos cómo hay que preservarlo. Luego que los capitalistas y mercantilistas, los hacedores y consumidores de dinero se mantengan alejados de ellas. No vaya a ser que la infecten, corroyéndola, con sus ansias de control, distribuyendo la sabiduría y el conocimiento en función de dividendos y pagos. Porque entonces la moneda permanecería por encima de nuestro santuario, pisoteándolo. Y esto es algo, amigos, que nadie en su sano juicio puede consentir.

(Foto de la Wikipedia)

16 de octubre de 2008

Cuenta atrás



Despertamos en medio de un páramo desolado. Ningún alma saludaba; no había ruidos cotidianos, ni sonidos típicos del paisaje rural. Abrimos los ojos, y confortablemente arropados por nuestros sacos, subimos el estor de la ventana plástica, que bloqueaba la tenue luz manada de la estrella aparecida. Las aves aún no corrían por el cielo neblinoso, y la misma Tierra parecía todavía desperezándose. Lo habíamos visto al anochecer, el páramo, cuando llegamos allí tras muchas horas al volante de aquella madre-vivienda-vehículo, compañera de correrías y viajes desde hacía tres escasos días, pero semejantes a tres eones de tiempo cósmico. No parecía la misma estepa. No parecía el mismo mundo, y, en efecto, no lo era.

El Sol pugnaba por salir entre nubes bajas. Nos vestimos, desayunamos y recogimos bártulos. Dejamos allí una señal, provechosa para el campo, como símbolo de nuestro paso. Algo escatológico, vaya. Y hay que ver lo bien que sienta... El caso es que, pese al fresco, salimos y observamos ese arranque de Ra rodeados por el silencio más absoluto que uno sea capaz de imaginar. Sólo podía escucharse el castañear de nuestros dientes, pero el instante marcó.

Allí decidí que quería morir. Es decir, vivir. Junto a encinas, algún alcornoque (creo), el erial profundo y un horizonte que se fundía con el cielo, cálido y cromático como nunca soñé. Ya sabía entonces que iba a volver, que algún día pondría mi petate a punto y diría, con una sonrisa en el rostro y un júbilo desbordante en el espíritu, "Hasta siempre". A padres, família, amigos, Marxuquera, sol mediterráneo y playas de amarillenta arena. Todo quedaría atrás, y todo delante, aún por descubrir.

Hoy se cumplen tres años desde aquel día. Habrá que volver, desde luego, y habrá que hacerlo pronto. El tiempo se escurre y en el andén de lo vivo el tren sólo suele parar una vez. Estoy harto de hacer promesas al viento, de imaginar cómo será y perderme en ensoñaciones, bonitas pero algo estériles. El tiempo de espera es un año, a lo sumo. Y ha empezado ya la cuenta atrás.

Iremos allí, sí, aunque no sepamos si volveremos aquí. Tal vez el páramo nos abra caminos insospechados; o puede que volvamos al nicho materno con el rabo entre las piernas, curados de humildad ante una forma de vida que está más allá de nuestras posibilidades. Quién sabe.

Naturalmente, hay sitio para alguien más. Pero tened en cuenta que no viviréis nunca anclados a la tierra; nos detendremos, hoy aquí, manaña allí. Para después continuar. A veces estaremos al lado de centenares de personas; en otras no habrá nadie en mil kilómetros a la redonda. Tendremos un paisaje nuevo cada día, viviremos como trotamundos, como nómadas, gitanos en busca de un lugar propio, si bien sabemos que todos ellos lo son. Habrá días que nos deslumbrará la luz; otros no existirá una oscuridad más profunda. No hay matices. O el yin o el yang. O todo o nada.

Mis valores ya se conocen: silencio, soledad, cultura y aventura. Algo de cachondeo, también; reírnos de nuestras egolatrías y chulerías, perder el miedo al ridículo y burlarnos de gentes y de nosotros mismos. No nos tomemos demasiado en serio, por favor, las trascendencias a veces agotan... Éso es lo que ofrezco; a cambio, sólo pongo dos condiciones: la primera es no consentir perderse nada de lo que el mundo ofrezca; nada de excusas, malas caras o aburrimiento. Hay que sentirlo todo. Punto.

¿La segunda? Ya, ésa me la reservo para quien esté dispuesto a venir...

11 de octubre de 2008

Marxuquera, en vías de desaparición



Desde hace algunos años, el Ayuntamiento de Gandía viene realizando una serie de obras, reformas y modificaciones en las viviendas que componen la comunidad de Marxuquera. Las iniciaron en la parte Alta y han ido descendiendo hasta llegar a las postrimerías del valle, casi en contacto ya con la ciudad. Su objeto es adecuar las características de tales viviendas a las habituales en el siglo XXI, dado que muchas de ellas carecen de luz eléctrica a 220V, agua corriente y desagües acondicionados, entre otras singularidades, propias más bien de principios de la centuria pasada. La mía es, precisamente, una de ellas.

Marxuquera es, como ya he dicho en muchas otras entradas, un peculiar paraíso. Y lo es por infinidad de razones. Es fascinante echar a andar partiendo de la urbe y en pocos metros pisar ya un terreno agreste y difícilmente domesticable. A tu derecha ves montes de casi mil metros de altura, a veces nevados, y a la izquierda adviertes el mar mediterráneo; desde Marxuquera ambos parecen fusionarse. Las casas más antiguas se edificaron hace casi cien años, y su estructura es tan sólida que crees que aunque pasen milenios seguirán en pie. Dentro de su cuerpo de cemento hay enormes bloques de roca, que impiden la intrusión del ruido de la sonora, y demasiado cercana, autopista, que rompe en dos el valle en su tramo inicial. En invierno, cuando el frío y la humedad inundan el ambiente, cierras puertas y ventanas y por mucho estrépito que generen los degenerados al mando de sus potentes vehículos no oyes más que un rumor débil e insignificante, que parece más el aliento de la propia casa al respirar. Aunque Gandía entorpece cada vez más su visión, es aún posible contemplar las estrellas bajo el Molló de la Creu o desde Santa Marta. Y, en noches veraniegas, puedes pasear a la luz de la Luna sin tropezar con asfalto fresco en bastantes kilómetros a la redonda, en casi total oscuridad. Éstos son, sólo, unos pocos de los atributos que posee Marxuquera, y quienes los amamos los consideramos como propios, identificativos de su carácter especial, y también del nuestro.

Suelen esgrimirse razones medioambientales para la urbanización de Marxuquera. Se aduce, por ejemplo, que es necesario construir un sistema de desagüe dado que muchas de las aguas negras van a parar a pozos, que pueden contaminar los depósitos subterráneos. De acuerdo, es justo. Se quiere transformar el tendido eléctrico para que soporte las tensiones "modernas", abandonando por tanto los clásicos 120V. Esto me parece más discutible, pero comprendo a las gentes que deseen instalar una estufa o un aparato de aire acondicionado y hasta hoy han necesitado de incómodos transformadores para hacerlo. No obstante, también cabe señalar que la tensión actual es extremadamente económica, mientras que la luz a 220V es, naturalmente, mucho más cara.

Por otra parte, hay un par de remodelaciones que me parecen directamente excretables: se trata del acondicionamiento de caminos particulares y del alumbrado. Esto expele un tufo muy a "nuevos ricos" y que, en parte, puede dar al traste con la idiosincrasia de Marxuquera. Veamos: el camino principal de entrada a mi vivienda, el Camí Racó de la Creu, recorre casi todas las casitas y chalets de nuestra rama comunitaria. Una de las bendiciones de la mía es, precisamente, quedar al margen de ese sendero principal (por el que, naturalmente, circulan coches, motos, camiones, etc.), y comunicarse con él sólo con una estrecha vía de tierra, situada entre naranjos. Pues bien, la idea es ensanchar dicha vía con el fin de que por ella quepan los vehículos. Esto, para mí, no sólo no es necesario, sino totalmente carente de sentido: no quiero que los ruidosos coches o ciclomotores transiten justo al lado de mi casa; no hay ganancia alguna, no mejora mi calidad de vida, al contrario. Si no me beneficia, ¿tengo que consetirlo, teniendo en cuenta que, además, somos los propios ciudadanos los que corremos con los gastos de las obras? ¿No será, pregunto, esta decisión consecuencia de la insistencia de ciertos pudientes residentes que exigen tener sus lujosos vehículos cerca de su casa?

Otro punto es la iluminación. También da la impresión de que aquí influyen, por lo menos, aquellos que no comprenden, o no les importa, que Marxuquera siga siendo lo que es. El alumbrado que existe ya en la parte Alta y en zonas de la Baja, es exageradamente desproporcionado para la cantidad de habitantes y edificios presentes. No necesitamos mayor número de luminarias que las imprescindibles, a no ser, desde luego, que nuestras posesiones sean suficientemente valiosas y temamos la llegada de los ladrones. Sin embargo, siempre he creído que, del mismo modo que cuando aumenta la presencia policial aumentan los robos, si nos excedemos en la iluminación, bajaremos la guardia, no tomaremos las precauciones necesarias... y nos birlarán hasta las cortinas. La iluminación excesiva deslumbra y nos hace perder las estrellas, las únicas luces que de verdad es gozoso observar. Además, supone un gasto municipal importante, y las típicas farolas o "globos" ni siquiera brindan luz al suelo, sino que en su mayor parte se escapa al espacio en las alturas.

Hay una diferencia importante entre mejorar la calidad de vida de los ciudadanos, algo que todos queremos, imponer unas medidas innecesarias completamente, y exigir a dicha ciudadanía unas obras que, en el mejor de los casos, urbanizará una región rural y agrícola única, por sus especiales características y sus propios valores, y en el peor, vaciará los (ya bastante) maltrechos bolsillos de los habitantes de Marxuquera. El error está, precisamente, en tratar de trasladar esos valores urbanos, las ventajas y adelantos propios de una urbe, a la zona rural, con el fin de equiparar ambas, como si fuesen dos ámbitos geográficos cuyos residentes buscaran lo mismo. Y no es así. O no debería serlo; en Marxuquera debe primar el descanso, la vida reposada, el silencio, la oscuridad y la diversión respetuosa con los demás. Y no porque yo lo diga; son los atributos que definen a Marxuquera, como bien saben los gandienses.

Me pregunto hasta dónde llega el deseo municipal por solucionar problemas, dotar de mayores servicios y ofrecer facilidades a los ciudadanos, y dónde empieza ya la avaricia y usura, obsequiando a ciertas empresas con el monopolio de las obras. No sé en qué lugar está el límite entre lo uno y lo otro, si es que existe.

La dificultad, el obstáculo y el dilema para todos nosotros no lo constituyen las obras y reformas, su coste (poco asumible para quienes no disponemos de amplio capital), o el tiempo que durarán, sino el carácter obligatorio de las mismas, la imposición del Ayuntamiento y las amenazas, declaradas y explícitas, de que si no sigues el juego, quedas fuera de la partida. Esto es, si reniegas de las obras, si te opones a su realización, te expropian tu vivienda, y con ella, parte integral de tu vida. Así de fácil, así de simple.

"Marxuquera en peu de guerra" era uno de los numerosos carteles que colgaban de las vallas y alambradas de la zona. Es una incitación a rebelarse, a no dejarse vencer. ¿Habrá que colocar un cuchillo entre nuestros dientes y armarse hasta los codos para defender nuestro patrimonio? No dudo de que las obras ofrecerán beneficios que ahora no disponemos, de que mejorarán aspectos que hoy son deficientes y que dentro de diez años ya casi nadie recordará esta polémica. Y, sin embargo, creo que hay otra forma de hacer las cosas, un procedimiento más consensuado y libre, en función de la disposición económica, las necesidades reales y los requisitos medioambientales, adaptando cada obra específicamente a cada hogar.

Así lograremos que cada uno de nosotros acepte, incluso gustosamente, las remodelaciones pertinentes, que veamos dichas obras como un bien y un fin en sí mismas, no como símbolos de la codicia de un ayuntamiento adulterado por el beneficio y cegado por el poder de llevar a cabo lo que se le antoje, y sobretodo, conseguiremos disfrutar de Marxuquera durante muchos años más, degustando su carácter tal y como hemos hecho en las últimas décadas; sin artificios, sin remozos superfluos, con el sabor añejo y tradicional de una tierra mágica.

6 de octubre de 2008

El caserío abandonado



Aprovechando el mistral y la tarde fresca decidí, ayer, enfilar mi ruta preferida y penetrar en el bosque, salvaje y poco trillado, cercano a Marxuquera y que se encajona por un valle desde cuyas colinas se divisa todo el Plà de Lloret y el Padur.

No lejos del inicio del camino que lleva a la Font del Llorer uno se tropieza con un viejo caserío semiderruido y abandonado, similar al de la imagen. Es un lugar extraño; exhala un vaho de irrealidad pasear junto a sus paredes, anchísimas y rebosantes de rocas. Parece que te encuentras en otro tiempo, o incluso que el mismo tiempo ha dejado de existir. Y entonces uno se imagina cosas.

Piensas, por ejemplo, en qué fue lo que movió a aquel hombre (porque, 'razonas', es un hombre, y además solitario), hace aproximadamente sesenta años, a cargar con piedras, herramientas, palos y hormigón, amén de bidones de agua y maderas de los pinos cercanos. Naturalmente recibió el auxilio de un par de mulas, de cuya presencia pretérita aún quedan vestigios en el cobertizo anexo a la finca principal. Admiras su tenacidad, la paciencia y la diligencia que debió tener ese hombre al erigir aquel monumento, que la lluvia, las ventiscas y el abandono han marchitado, y el paso del tiempo derruido.

Imaginas las verduras que cultivó en el perímetro exterior, limitado por una valla metálica hoy aplastada y oxidada. Sabes que la tierra no es allí demasiado fértil, tal y como lo sabía un eón antes el hombre que holló aquellos parajes, pero reconoces que los tomates y las lechugas acabarían por echar raíces. Salpicaban el ambiente unos pocos árboles frutales, y las verjas se adornaban con espinosas zarzamoras. Te figuras los viajes que aquel ganadero, agricultor, apicultor o, simplemente, aquel ermitaño de tez morena y manos acallosadas realizó bajando hasta el pueblo, en busca de harinas, aceites y piensos.

El hogar carecía de luz eléctrica, y de agua corriente, por supuesto. Las luces las proporcionaban las estrellas, de día gracias a la fuerza helíaca, y por la noche el punteo luminoso de astros lejanos, o la visita ocasional de la creciente Luna; los resplandores de las velas, a su vez, irradiaban reflejos y sombras en el interior de la precaria morada. Las lluvias, benditamente abundantes en esos parajes, solían llenar cubos y albercas, siempre dispuestas para recoger el líquido fruto.

Y también imaginas los momentos de ociosidad de aquel individuo, pelando la corteza de los pinos para apuntalar el tejado vegetal, mirando en silencio (ese silencio arquetípico y platónico que inundaba el paisaje) el Sol crepuscular con la compañía de burros, gallinas y un perro algo escuálido, pero siempre fiel. Cómo paseaba por los riscos y pendientes, buscando caracoles y setas para los guisos y cocidos, cómo soñaba, al percibir las estrellas, en lo que pudo ser y nunca fue, y en cómo se retiraba a dormir, no sabes (ni él, tampoco) si feliz, abrumado o fastidiado, por la dura jornada de trabajo.

Y, luego, vuelves a ti mismo. Acabas de saborear las avellanas, dichosas compañeras, echas un último vistazo a aquella belleza, no virgen y, sin embargo, pura e inmaculada, admiras el cielo abierto y el camino zigzigueante hasta el piso del valle, en donde un raro vehículo escupe vapores a diestro y siniestro (pesticidas, lo más probable), y regresas a tu nido materno, que esperas abandonar pronto.

Tal vez para no construir nunca el tuyo propio, sino vivir cada día en un territorio nuevo, sin saber nunca cuál será el próximo. O, quizá, sí, para edificar un mausoleo similar al que alzó el camarada que pensó que allí, en la espesura de la nada que brinda todo, estaba su vida, su desgracia y su destino.

(Fotografía de ROMNI)