16 de agosto de 2009

Opus 300: Evocación de Woodstock



Hace cuarenta años hubo un sueño. Un sueño que atrajo a miles, millones de personas. Fue un sueño masivo, que abrió mentes (cerró otras muchas, desde luego...), piernas y espíritus a la vida entendida como raíz del placer.

El Sueño nació, y murió, casi al mismo tiempo. Las consignas proclamadas todos las conocemos; el por qué de su fracaso, quizá también. La idea, el plan, fue grandioso. Todo joven, si ha sido alguna vez tal, ha abrazado una aspiración semejante. Pero el empeño de hoy, por fuerte que sea, no resiste el paso del tiempo hasta el mañana lejano; excepto cuando forma parte de tu vida como tu propia carne. Y esto no suele ocurrir a menudo.

Hubo quien, sin entender nada, limitó su experiencia a las hierbas, una fogosa calentura pasajera destinada al olvido rápido. Quienes, por el contrario, avanzaron, propusieron, proyectaron y crearon, se vieron engullidos por el mismo monstruo que ellos trataban de eliminar (capit...). Los errores fueron numerosos; por ingenuidad, incapacidad, falta de inexperencia, o por inadecuación temporal, o tal vez porque era, sencillamente, un sueño irrealizable; una ambición que mora en la tiniebla, ansiosa por tomar cuerpo, pero que jamás irá más allá de su carácter utópico.

Si algún provecho podemos extraer de Woodstock-1969 (y no "Woodstcok", como aparecía escrito en un artículo sobre el tema, ayer, en La Razón) es que hay sueños imposibles. Eso, pese a lo que parezca, es bueno: las quimeras de poco nos sirven. No podemos nadar fuera del agua, ni bucear en una montaña. Seamos, al menos, ligeramente "realistas", y veamos hasta dónde medran nuestros sueños, y hasta dónde pueden nuestras fuerzas: no lancemos el anzuelo más allá de nuestra vista, ni enviemos la flecha a dianas inexistentes. Soñar utopías siempre nos estará permitido, e incluso puede tener un efecto terapéutico; pero desistamos de llevarla a la historia, al correr de nuestro día a día. Las buenas propuestas para la sociedad surgen de mentes que combinan imaginación y pragmatismo.

Con todo, persiste el interés, tras cuatro décadas, hacia parte del núcleo ideológico de Woodstock, un poso de reflexión que debería llevarnos, en el peor de los casos, a examinar qué fue exactamente lo que falló y, en el mejor de los mismos, a analizar de qué modo las propuestas allí formuladas pueden seguir siendo válidas (para ciertas personas y ciertas circunstancias, dado que el rosario conceptual y de modo de vida del clan hippie no es aplicable a todos ni para todo). Es decir, quizá podamos revertir la muerte del espíritu del festival, devolverle la vida, modernizando sus enseñanzas y parapetándolas con nuestros nuevos conocimientos y sabidurías para, así, otorgar viabilidad a algunas de las proposiciones. Puede que no se consiga nada; puede la muerte de Woodstock en 1969 sea irrevocable e irreversible. Pero puede que no.

Y quién sabe si, por tanto, el fundamento del Sueño podrá, después de todo, ver la luz, haciendo realidad lo que muchos ansiaron y nunca llegaron a contemplar.

11 de agosto de 2009

"Fuga mundi"



Aterrizo en casa calado hasta los huesos. Rozan ya las cinco de la tarde. La calle está inhabitada, demacrada, muerta por el calor y la humedad. Afuera ya no hay mundo; dentro de mí, es decir, mi propio mundo, tampoco lo hay. ¿Responsable? Yo. ¿Causa? El trabajo, naturalmente.

A casi todos les sucede lo mismo. Sin trabajar no podemos vivir. Sin trabajo no hay vida. La sentimos vacía, inactiva, pobre y deprimente. Gracias a él no permanecemos echados en cama todo el día, o la televisión sólo brilla unas pocas horas entre amaneceres. Gracias a él, al trabajo, sentimos que hay algo que hacer, un cómo y un para qué. Pero si nos arrebatan el día a día laboral perdemos parte de nuestro ser, y también parece que perdamos aire, que nos ahoguemos en la infinitud del tiempo abierta ante nosotros y, de tanto espacio para vivir y existir, acabamos aburridos y sin saber hacia dónde ir, ni cómo, ni para qué.

Creo que procedo de un mundo lejano, un extraño planeta desde el que caí a la Tierra, hace poco menos de tres décadas. Si no, no entiendo por qué motivo es, precisamente, durante mis escasos tres meses de trabajo al año, cuando me siento muerto, acabado, arrastrando los pies y vacío de contenido y sentimiento. Los que me rodean, si no trabajan no saben vivir; yo jamás he aprendido a vivir si trabajo.

No vivo para trabajar; ni tampoco trabajo para vivir. Lo primero porque, si limitamos la vida al trabajo, quizá nos extraviamos en las marismas del dinero, de la actividad, de la necesidad innecesaria; la vida va mucho más allá de todo trabajo, por placentero, digno y enriquecedor que sea. Y, en relación a lo segundo, díganme, ¿cómo puedo trabajar, viviendo?, ¿cómo puedo conciliar el mundo laboral y mi mundo propio, que precisa de una existencia de paz, silencio, contados encuentros, labor 'intelectualoide', lecturas, visitas a las montañas, y demás parafernalia hermitaña?

¿No debería ser, el trabajo, una fuerza de vida, una potencia de vida, una energía creativa, constructiva y realizante, y no, como es en mi caso, un lapso de tiempo miserable, repetitivo, agonizante, asqueante? ¿Hasta qué punto depende del tipo de empleo y hasta dónde de nuestros propios ojos? Si no nos agrada el trabajo que realizamos, ¿qué parte de culpa es nuestra, por no tratar de cambiar el curso de las cosas? Una postura abierta, más comprensiva, menos exigente y más respetuosa por nuestra parte, ¿serviría para modificar la estima que brindamos a nuestro trabajo? ¿O el problema radica en los otros? ¿O en la misma actividad que realizamos? Dicen que cada década o así debemos cambiar de ocupación para no estancarnos, para ilusionarnos de nuevo, para aprender y poder enseñar. Quizá haya llegado ya la hora, ¿no?

Para quienes tienen la fortuna de trabajar en aquello que les motiva, agrada y estimula (y los hay a mi alrededor, a Dios gracias, más de lo que yo mismo creía, aunque no sé cómo andarán las cosas a más amplia escala...), el trabajo mismo ya no existe. El trabajo no es algo externo a la vida, algo que cabe cumplir en pos de la supervivencia, sino que forma parte ya de la vida misma, es ella, amplificada, dignificada y elevada. El trabajo se convierte, entonces, en diversión, goce y disfrute. Entonces, sí, ya no puede concebirse la vida sin el trabajo, porque han quedado, la una y el otro, abrazados, besados, fusionados para siempre.

Para muchos de nosotros, tal dicha está aún lejos, mucho más allá del horizonte, desde luego; pero no pasa un día sin que sueñe con ella. No es utópica, no es irrealizable, en absoluto. Sólo precisa, lo sabemos, de la voluntad, una pizca de sabiduría para la buena orientación y, si es posible, un guía que abra el camino hasta la meta.

En consecuencia, de momento estoy muerto. Como un cádaver tras el entierro, me he ocultado a la vista de los demás. Las piedras me oprimen el pecho, y la tierra me nubla la vista y llena la boca. Por suerte, toda muerte real no existe; así, la resurrección está próxima, programada y deseada para poco menos de un mes. Entonces concluirá mi "fuga mundi", mi exilio de lo que yo llamo vida, y podré regresar a la madre patria, en donde retomaré lo que dejé a medias, releeré lo ya olvidado, podré reconocerme de nuevo en el espejo y saborear lo que antaño sabía hacer.

Risas, libros, aventuras, búsquedas y caminos sin término.

Como siempre ha sido. Y como quisiera que siempre fuese.

(Foto vía Los papeles de Don Cógito)