26 de febrero de 2009

El destino del héroe



"Tu deber auténtico es irte de la comunidad para encontrar tu bienaventuranza. La sociedad es el enemigo cuando impone sus estructuras sobre el individuo. Sobre el dragón hay muchas escamas. Todas ellas dicen “debes”. Mata al dragón “Debes”.

[...]

Rebelarse es seguir la huella de su bienaventuranza, abandonar la casa, empezar la jornada del héroe, seguir su bienaventuranza. Te sacas de encima el ayer, como la serpiente su piel. Sigue tu bienaventuranza. La vida heroica es vivir la aventura individual
".

Joseph Campbell, "Reflexiones sobre la vida", Ed. Emecé, 2001.

(Fotografía de Tunç Tezel)

20 de febrero de 2009

'Northern Exposure' (Doctor en Alaska): episodio 2x05, "Requiebro primaveral"



La primavera (de la que nos separa escasamente un mes) tiene el poder, casi prerrogativo, de alterar estados de ánimo humanos y animales y desatar en nosotros actitudes, comportamientos y actos fuera de lo que llamamos "normal". Esto, desde luego, se manifiesta en unos más que en otros, pero en Cicely, la ciudadela (¿imaginaria, idealizada, real?) de gentes extrañas y extravagantes, es una transformación especialmente intensa y metamorfoseante. Porque la primavera trae, en aquellas lejanas tierras del norte, el deshielo de la cobertura helada de la tundra, y es un fenómeno que amenaza la estabilidad emocional, física y sexual de sus habitantes.



A unos (Joel y Maggie) les lleva a obsesionarse con los placeres de la carne; a otros (Ed) les modifica su personalidad, otrora retraída e introvertida, conviriténdoles en detectives sagaces y preguntones; a alguno más le altera su masculinidad [o lo que ellos consideran tal] (Maurice) hasta el punto de hacerles planchar ropa o preparar cenas románticas; otros más (Holling) sienten ansias de golpear rostros, oir romperse los huesos ajenos y bajar a tierra algunos dientes. E incluso hay quienes (Shelley), sin haber leído un libro en su vida, sienten la llamada de las letras y son incapaces de abandonar la lectura de ese tomo que, hasta entonces, descansaba bajo la pata de la mesa para evitar su cojera. Y también encontramos a los que (como Chris) no pueden evitar volver a sus tiempos de antaño, recuperando instintos delictivos reprimidos largo tiempo.

El capítulo narra, entre todas estas historias, la sucesión de una serie de episodios de robos en Cicely, sustrayéndose sin cesar equipos de radio, reproductores de discos compactos y minicadenas de música. El ladrón, sea quien sea, no tiene reparo alguno en penetrar a hurtadillas en casas ajenas o escarbar en salpicaderos de coches para lograr su tecnológico trofeo. Cada primavera sucede lo mismo, aunque en ocasiones son transistores, cepillos eléctricos u otra artillería similar.



Será Ed, el nuevo investigador privado, quien resolverá finalmente el "caso". El culpable, Chris, por supuesto, reconoce su delito cuando ve al indio llegar a la emisora sosteniendo una caja repleta hasta los topes con sus hurtos.



Cuando Chris se confiesa, Ed le pregunta por qué lo ha hecho, por qué todo ese cúmulo de saqueos ilegales, con el consiguiente enfado, frustración y rabia de aquellos que han sufrido sus atracos. Sus palabras (aproximadas, porque la memoria puede fallar), aclaran todo: "¿Por qué lo hice, amigo? Por lo salvaje, Ed, por lo salvaje. Se nos está perdiendo. Incluso aquí, en Cicely (léase, cualquier lugar del mundo), a la gente hay que recordarle que el mundo es un lugar inseguro e impredecible, lleno de peligros, y que pueden perder todas sus pertenencias en un abrir y cerrar de ojos. No lo puedes predecir. Lo hago para recordarles que el caos y lo desconocido están siempre cerca de nosotros, y que acechan siempre más allá del horizonte".



Y luego añade, para concluir su monólogo: "Bueno, lo hice por eso y porque a veces Ed, a veces necesitas hacer algo prohibido para saber que estás vivo". Por fortuna, en ocasiones algunos de nosotros no precisamos actuar de esa forma, digamos ilegal, para cerciorarnos de nuestra existencia y sabernos no-muertos. Pero entendemos, desde luego, la intención en las palabras de Chris, y su más que razonable aplicación a gran parte de la sociedad que nos rodea...

Pero este episodio de la segunda temporada, del que desde aquí recomendamos encarecidamente su visionado, no se cierra sin antes ser testigos de una singular carrera por las calles de Cicely. Un recorrido no competitivo, en cualquier caso, porque no hay ganador ni perdedor alguno. Se trata de una carrera para dar un abrazo a la primavera, a la nueva vida. No hay interés en ser el más rápido, el mejor, sino en percibir que uno, efectivamente está vivo.



La singularidad de esta carrera es que sus participantes trotan todos ellos desnudos, como corresponde a una especie de catarsis física y espiritual ante la llegada del nuevo ciclo vital. Es otra forma de decir adiós al requiebro primaveral, antes de que las cosas vuelvan a su racional y rutinaria actividad; la despedida al rígido y recogido invierno y la bienvenida a la explosión (ontológica, física, mental) que la primavera nos trae.



Hay que volverse un poco loco cuando ella llega. Cambiar el registro, romper los moldes, quebrar los esquemas. Si no, como decía el locutor, será dificil saber si estamos vivos o no. Y, si no lo sabemos, si no somos conscientes, entonces, efectivamente, es que estamos muertos.

13 de febrero de 2009

El sendero de la lluvia



Todos los días efectúo un pequeño recorrido, de algo menos de tres kilómetros, entre mi casa y mi Casa. Ambas son mis residencias, mis moradas, pero sólo una es mi hogar. En una vivo; en la otra soy. En una duermo; en la otra sueño. En una como; en la otra me alimento. Separadas apenas un paso, casi a la vista la una de la otra, salir de la primera y entrar en la segunda es escapar de un lugar bonito, agradable, digno, a uno hermoso, estimulante, noble, donde la vida se maximiza y penetra. Mis torpes palabras no atinan a expresarlo bien. Dejémoslo, pues.

Sin embargo, si valioso y enriquecedor es mi estancia allá, en Ella, casi tanto, y a veces más, lo es el trayecto hasta allí. Lo habré realizado algunas miles de veces (entre ida y vuelta, diez a la semana, durante diez años... sí, aproximadamente unas cinco mil...). Y no sólo no me aburre el recorrerlo día a día, mes a mes, año a año, sino que cada vez me deleito más. Además, en ocasiones las tretas de la Amiga tiñen de nuevos colores el camino, sorprendiéndote con fuertes ventiscas, enjambres de abejas esforzadas en sus dulces faenas, ocasos de ensueño, nubes cinceladas, y otras maravillas de las que hablar estropea su recuerdo. En otro momento hablaré también de la fauna, (fauna humana, claro) que uno puede hallar por ese sendero polvoriento, anejo a la ruidosa autopista del Mediterráneo. Es un bestiario variado, y algo estrafalario, también. Merece, por tanto, una reseña aparte.

No voy a narrar ahora nada extraordinario. Casi nunca lo hago. De hecho, todo lo que recogen estas páginas nos sucede a todos, en cualquier momento y lugar; a veces lo ignoramos (suele pasarme en demasiadas), en otras no le damos relevancia (aunque la tenga, y en ocasiones mucha), y sólo en unas pocas advertimos que es ahí, en ellas, donde podemos hallar no sólo un tema del que hablar, sino una experiencia humana que compartir. Puede parecer vacía, pueril o insignificante; no obstante, de su ocurrencia puede brotar algo inesperado: un recuerdo, una imagen, un estado de ánimo al rememorarla, una sonrisa, un sentimiento de gratitud por haberla vivido.

Sucedió hace unos días. El cielo, diáfano, era del azul más intenso que uno pueda imaginar. Ni una nube, ni una mota de polvo enturbiaba ese tapiz cerúleo increíble. El trayecto de ida hacia mi Casa fue una bendición, un regalo divino absoluto. Jamás me sentí mejor. Era como un orgasmo, pero mucho más emocional que físico. Había una pureza infinita en el ambiente; una combinación de olores, colores y armonías que las palabras eluden definir con corrección. Es inútil continuar; ya sabrán de qué hablo quienes hayan vivido algo parecido.

Una vez allí, todo fantástico. Lecturas, ronroneos gatunos cerca de tus piernas, el brillo de un sol cegador, pero suave, y la continua sensación, de irrealidad. Empezaba a percibirse, en el aire, como una cierta electricidad ambiental, incluso diría que podía olerse un aroma a azufre, o algo parecido. Un olor como de algo que comienza a quemarse, el orden presto a romperse, la tormenta abatiendo la calma. Adormecido, busqué con la mirada ese azul pintado allá arriba, y entonces la vi. Vi esa majestad nubosa que se avecinaba por el norte, aproximándose sobre el pico velado del Montdúver. Era gigantesca. Blanca como la nieve, algodonada y elevada con forma de yunque en su cima. No veía relámpagos, pero era fácil imaginarlos, crujiendo en ese tejido nuboso inmenso.

Llevo mucho tiempo tras las nubes. Aún no sé nombrarlas bien (cúmulos, cirros, túmulos y demás), pero son mis buenas compañeras, las conozco, y sé que un abejorro de vapor de agua como aquel no se dispone a nada bueno. Así que recogí a toda prisa los trastos, metí a Espinoza en la mochila, me despedí de la buena felina y corrí, entre los naranjos, con el corazón en la garganta. La noche pedía paso ya, yo no suelo contar entre mis bártulos con un paraguas, un chubasquero ni chirimbolos de ese estilo, y los móviles no sé ni lo que son. Me arriesgaba a tener que pasar la noche allí, si la lluvia se prolongaba, con unas galletas, sin calefacción y rodeado de humedades que brotaban de las paredes.

Pero la lluvia corrió más que yo. Cuando enfilaba ya el camino principal, las primeras gotas golpearon mi testa, y supe que había reaccionado tarde. Casi de improviso, y con un dolor en el costado de tanto trotar, un derrame líquido similar al diluvio me abalanzó sobre mí. Chaqueta de lana, mochila y servidor acabaron, en cuestión de unos pocos segundos, no mojados, sino gratuitamente duchados por obra y gracia de la Amiga. Por suerte, sobre el camino circulan varias carreteras, así que los puentes sirvieron para detenerme y recuperar el aliento. En uno de ellos me encontré con dos simpáticos viejecitos, bastón en mano y boina bien calada, que habían decidido echar su paseíllo ante la serenidad del día.

Collons, que m´ofegue! ―les dije, mientras me sacudía los ríos de agua.
Açò va pa llarg, ja voràs ―respondió uno de ellos, con un puro en la boca.
Crec que hui soparem açí, jaja... ―auguró el otro.

Estuvimos un rato en silencio, viendo cómo torrentes líquidos desfilaban ante nosotros, barranco abajo. El arco iris hizo aparición súbitamente, burlón. Un minuto después, la tormenta cesó. De repente, en seco, como si el grifo hubiera sido cerrado al instante por el Altísimo. Sacamos las cabezas del túnel, temerosos e inseguros.

Bé, sembla que ja està ―afirmé, aunque ni yo mismo me lo creía.
Jo no me´n refiaría massa, xicon ―me aconsejó el amigo del puro.

Con tiento, salimos del refugio improvisado y nos separamos. Les vi alejarse, encorvados, como con miedo, aunque con paso rápido y decidido. Parecían saber, sin embargo, que todo había pasado ya. Y así fue. Al poco entraba en casa, me sacaba toda la ropa pegajosa y reposaba mi cuerpo con otra ducha, ésta caliente y algo más sosa.

La moraleja es bien clara. Si no quieres imprevistos, sorpresas o desgracias, pon siempre un paraguas en tu bandolera. Es una regla que habrá que cumplir. Aunque, desde luego, yo no seré quien lo haga.