11 de febrero de 2010

El hogar blanco



Debió ser a finales de marzo, o quizá a primeros de abril. No lo recuerdo bien porque hablo del año 1987, y es una época que ya me queda algo lejana (lo que señala la ‘desagradable’ evidencia de una vida adulta ya dilatada...). Habíamos ido todos nosotros, los cuatro de la familia, a pasear por los caminos repletos de lujosos chalets en los aledaños de Gandía. Hacía buen tiempo, era domingo, y aguardábamos la entrada de otra semana de colegio o trabajo, según el caso. Echábamos un vistazo a las mansiones, sus gigantescas piscinas, aquellos céspedes inmaculados y relucientes coches aparcados a la entrada, soñando, barruntando la posibilidad de adquirir (mañana, al año siguiente, al cabo de una década...) alguna, cuando una modesta y apartada vivienda, de paredes blancas y aspecto gentil, nos llamó la atención.

No era nada del otro mundo. En realidad, si reparamos en ella fue por la diminuta piscina (de la que ya hablé un tiempo atrás), un trago de agua limpia y seductora entre la blancura de los muros y la negra tierra a nuestro alrededor. Fue el tiempo en que mi hermana iba a hacer su comunión, y mis progenitores, para ahorrar costes, decidieron que yo, a la sazón con apenas siete años, la hiciera conjuntamente con ella; supongo que mi padre pensaba en el estío, en lo que podríamos disfrutar los cuatro en esa choza, ya que mientras observaba aquella caseta, casi un refugio entre naranjos por entonces enanos, no paraba de repetir: “estaría bé que els xicons passaren açí l´estiu, i tingueren un lloc per a jugar...*”.

Al verano siguiente, en efecto, fue nuestra (o mejor dicho, entró a formar parte de nuestras vidas... y nosotros de la suya). Por un precio algo mayor que el necesario para comprar un coche mediano, obtuvimos un hogar donde vivir... pero en el sentido más total y auténtico de la palabra “hogar” y “vivir”. Yo nací, espiritual e intelectualmente, entre sus alambradas, y me crié, física y emocionalmente, a la luz de su chimenea en invierno, rodeado de amigos, familiares y gente extraña en verano, que venían y se iban, mientras el sol abrasaba el suelo, tostaba nuestros rostros infantiles y marcaba a fuego el destino de una (con)vivencia eterna. Nunca he vivido mejor en otro sitio. Ni creo que pueda hacerlo jamás. Si hay un lugar en el que “vivo vivo” (y es una reiteración intencionada), en donde no hay nada que sobre, nada molesto (excepto ese rumor motorizado, demasiado cercano, que enturbia el silencio y mata el sonido del aire en movimiento...), nada que echar en falta, ni siquiera a nadie (aunque a veces, a veces...), ése lugar corresponde a aquella media hectárea de terreno, anclado entre frutales y a treinta minutos a pie del más próximo núcleo urbano.

Miro, hoy, lo que ha sido para mí ese reducto, esa fortaleza de cemento y rocas antediluvianas, mis vivencias y junto a ellas las de quienes me importan, y me pregunto, como solemos hacer en ocasiones, qué hubiese sido de mi “yo” en caso de no vivir allí desde los siete años, hasta casi los treinta que ahora tengo. ¿Qué hubiese sucedido si mis padres se hubieran limitado a contemplar los suntuosos palacios en la distancia, sin prestar atención a nada más, dejando allá abajo, en su discreto mutismo blanco, al hogar de los hogares? Son preguntas retóricas, desde luego, pero suscriben el hecho (quiero decir, la percepción, la impresión) de que estamos configurados, todos nosotros, por decisiones, acciones y eventos fortuitos, por ese encadenamiento circunstancial de sucesos y acontecimientos que terminan por desarrollar y establecer nuestras vidas. Qué papel juegan los hados del destino en tal conformación vital es lo que quisiera saber, para determinar, por fin, si mi ligazón al hogar blanco es predestinado, o mero producto fortuito del azar cósmico. Después de todo, y bien mirado, tampoco importa.

Actualmente es poco lo que allí puede encontrar un visitante o un invitado ocasional: una comunidad de gatos, una foresta asilvestrada repleta de árboles frutales y ornamentales, el tapiz de hierbajos, hojas y demás especies vegetales y de otros reinos vivos (hongos, musgos, etc.), una buena provisión de leña, y en el centro, como protegida por sus hermanas verdes, la mole rocosa, de tejas descoloridas y rejas negras en sus minúsculas ventanas. Y, de tanto en tanto, podría distinguir a un individuo larguirucho, que saca del interior de la vivienda una hamaca hecha pedazos, la extiende, coge un libro, se sienta, abre el papiro y echando un vistazo al cielo, a su alrededor, y a los juguetones felinos que retozan junto a sus pies, se enfrasca en la lectura de algo que ignoramos; entretanto, el sol avanza en su recorrido diurno, las nubes corren desde las alturas, la Luna marca el paso de las horas y nieblas de insectos se elevan en la tarde perezosa de principios de febrero.

Cuando el sol abandona su templo celeste y amaga el rostro por detrás de las montañas, el sujeto, un ermitaño como tantos otros y como ninguno, acaricia a las criaturas gatunas, despeja el suelo de hojarasca con una escoba torcida y, recogiendo la basura, se despide del hogar, hoy repintado con tonos pastel (algo feos, en su opinión), hasta el siguiente día, en el que regresará para estar, ser y vivir de nuevo. También, para rememorar algo, si se puede, de aquella maravillosa sensación de novedad, gozo y satisfacción que supuso, en 1987, el descubrimiento del hogar blanco. Sus posibilidades, todo lo que ofrecía a un niño de siete años, lo que aún ofrece a un hombre de veintinueve, y lo que brindará, mañana y perpetuamente, a todo aquel que quiera saberlo por sí mismo.

No hay lujo ninguno (el lujo sólo corre por nuestras venas), ni comodidades excesivas (las aborrecemos, son el símbolo del burgués bien adaptado); su fachada está húmeda y con algunos pegotes de pintura saltada (se apañará, si se puede, en primavera), y abundan demasiadas malas hierbas (nos gusta verlas crecer, ¿verdad?); hay, también, una ligera impresión de “abandono” (el acontecer natural del paso temporal, que otros, un poco ignorantes, llaman “degradación”), y ningún lechuguino ni emperatriz de discoteca se atrevería jamás a pisar la entrada (bendita exclusión social, prerrogativa de románticos, astrónomos y ermitaños...).

Hay mucho que contar de este hogar blanco. Si hay tiempo, y los vaivenes vitales lo permiten, lo seguiremos haciendo. Quizá para nadie, sólo para mí mismo. Como casi siempre.

Mañana iré de nuevo. Tengo que podar la higuera antes de las lluvias del fin de semana. Se aceptan visitas. La puerta permanecerá abierta.

Bienvenidos.

(* “Estaría bien que los niños pasaran aquí el verano, y tuviesen un lugar para jugar...”)

(Foto: el Hermitaño)

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