31 de marzo de 2010

"Northern Exposure" (Doctor en Alaska): episodio 3x19, "Toque de diana"





“Primavera, primavera, primavera... naturalmente los pensamientos de este amigo vuestro se dirigen hacia la muerte; no como final, tal y como la ven los demás, sino la muerte en un sentido cíclico: las mareas, altas y bajas; el alba y el anochecer, ese tipo de cosas...”.

Tiempo de aventura, de estar solo y bien acompañado, de olvidar el joven un pasado cargante, o abrazarlo el espíritu viejo como novedad ansiada, de cambiar de color de ropa, y de amor (sea éste real o irreal, aunque siempre verdadero), de pensar en el brote de hierba que pugna por elevarse, y de rebrotar a la luz del fuego catártico, como una espurna que brilla justo antes de desaparecer en el cielo de la oscura noche. No hay nada que no muera y, tarde o temprano, reaparezca de nuevo. Todo se pudre, consumido en el mal del tiempo; pero, después, resucita con vigoroso ímpetu, y desprende el aroma de la pureza, la santidad de un recién nacido, y el mismo tiempo es aliado de la belleza y elegancia que invade el mundo. Entonces, incrédulos y fascinados, preguntamos, como lo hizo Leopardi: “¿Vives tú? ¿Vives, santa/ Natura? ¿Vives, y al dormido oído/ llega el acento de la voz materna?”.



Nadie sabe nunca dónde se halla la sabiduría. Es imposible predecir de dónde surgirá la siguiente idea sublime acerca Universo, el pensamiento que reoriente la vida de mortales, ese descubrimiento imprevisto, la marca de la genialidad. Joel empieza a entender esto cuando recibe la visita de Leonard. Tras la apariencia vulgar puede esconderse un alma noble, que es como decir que debajo del folclore rural hay un poso de epistemología radical, lúcida y juiciosa, pero tan falible como la ciencia médica más racional. Joel no concibe tal posibilidad, y recibe una reprimenda bien merecida. La virtud de curar empieza por uno mismo, y es una fuente rica y útil, pero se obstruye si creemos que sólo nosotros la poseemos. Leonard enseña la lección, con humildad: “nuestro cometido es hacer que nuestros pacientes se sientan bien, sin hacerles daño”. Quien se arroga la potestad del saber está destinado al fracaso.



A veces conviene dar rienda suelta al fervor amoroso soñado, mas nunca realizado. Suele ser más intenso, más grave y más hondo. La pasión por hallar ese otro ser que dote de goce y placer el vivir puede hacernos construir la más perfecta de las fantasías, que es absolutamente real (y, por tanto, auténtica) mientras dura, casi eterna, en el pensamiento, por mucho que resista la materialidad. Maggie persigue algo que nunca ha poseído. No lo tiene (no lo tendrá nunca, podemos aventurar), pero el obstáculo es salvable. Arthur existe en la realidad como un ser y en la mente de Maggie como otro. Son distintos, pero son uno. Maggie, para hacerlo tratable, para poder ser con él, le confiere un ropaje adecuado. Oso-Arthur son las dos caras de la misma moneda; pero Maggie sólo puede vivir con uno de ellos; el otro, el que habita en sus profundidades sinápticas y emocionales, desaparece cuando se alcanza la familiaridad, el contacto, la ordinaria presencia del día a día. El fin de la hibernación del amigo ursino conlleva su vuelta a la vida, y la muerte de su alter-ego maggiano.



Por ello Maggie se sorprende, y descansa pensativa en un tronco junto a la corriente del río: su amor ha ido más allá de la realidad, su estima ha traspasado el umbral de la ontología, de lo que es, para remontarse hasta donde moran las esencias de los seres, hasta aquel punto en donde todos son espíritus, y el camuflaje físico no existe. De ser Maggie y Arthur simples inmanencias podrían ir de la mano hasta el fin de la eternidad; son sus cuerpos los que los hacen incompatibles. Pero el amor persiste, y aguarda al fin mortal para la unión definitiva.



Los pollitos que, rompiendo su cascarón, se abren a la nueva vida, que empiezan a piar rodeados del aire y desprovistos de la protección ovalada, son como actores que suben a la tarima, como escritores que ponen una hoja en el rodillo de la máquina, como pintores que mezclan sus colores en la paleta, frente a un lienzo de blanco puro: todos ellos pergeñan su futuro de aventura, la hazaña de hoy y mañana, y la tiñen de riesgo, porque eso es el arte y la vida, la vida y el arte. La muda de piel de Shelly, el gusto por los huevos de Holling, la necesidad de hallar alguna sorpresa en lo cotidiano de Maurice, todo representa el ansia de cambio, el espíritu de la permuta, de lo antiguo en nuevo (y viceversa, en aquel último): colmar de experiencias, olores, visiones, sentimientos y vivencias lo que no ha sido aún, lo que proporciona la primavera, o bien partir de lo ya vivido por otros, de lo que fueron raíces y pasados lejanos, para refrescar el hoy y dotarlo de un aliento perdido por el transcurrir hastiado de días maduros.

Renovemos nuestro vestuario, como Ruth-Anne; plantemos semillas, como Marilyn; salgamos a los bosques en soledad, como Ed; saneemos nuestros cuerpos, como Holling y Shelly; escuchemos aquello que los demás tengan que decirnos, como Joel; acariciemos, como Chris, a esas criaturas recién nacidas que brotan de la nada e inundan de vida en un estallido de entusiasmo y curiosidad; hagamos de tripas corazón y sigamos adelante, como Maggie, pese a los límites que nuestra existencia impone; y trepemos, como Maurice, al tejado de nuestra casa para admirar el amplio horizonte de tiempo y espacio que nos espera por delante. Aunque sólo quede un minuto, aunque mañana nada exista ya, valdrá la pena echar un último vistazo. Mientras una melodía (interior) nos habla, y los ojos miran al infinito, mientras los animales crecen y las plantas florecen, la primavera enseña la luz y fortaleza de la Tierra. “Vive cada día como si fuera el último; sé, amigos, que eso es una vieja castaña, pero intentad asarla de esta manera: cada día debería ser primavera. Cada día deberíamos despertarnos renovados”.

Que así sea.

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