9 de abril de 2010

Fauna del Camino



Para los andariegos de corte solitario, los vagabundos de calles, caminos y zanjas olvidadas que en ocasiones pasan todo un día sin abrir la boca, o sin compartir con otra alma las vicisitudes vitales, la visión esporádica y fugaz de otros que frecuentan el mismo paso puede llegar a ser, con el tiempo, motivo de alegría interior. Tal visión complace por hacer coincidir en tu trayecto a esos extraños con quienes te comunicas con tan sólo un ligero movimiento de cejas, una breve inclinación de cabeza o un gesto con la mano, o, si el encuentro ya es habitual, un “hola” o un “buenas”.

No son amigos, en realidad; pero sientes, a la larga, afecto por ellos. No son conocidos, de hecho; pero percibes algo que los hace familiares. No transmiten conocimiento ni saber alguno, desde luego; pero gracias a su encuentro descubres cómo son, cómo valoran ese tenue contacto, e incluso por qué circulan por allí, la misma senda que tu hoyas a diario. Y todo ello sin mediar apenas palabra alguna. Los que tienen a su vera fuentes de habladuría continua y presencia humana perpetua quizá no entiendan cuánto puede ofrecer el silencio del hallazgo entre iguales, el momentáneo cruce de dos errantes en el polvo del camino.

El peregrino suele ser el primero en verse: recorre la senda de arriba abajo, a cualquier hora, en toda circunstancia ambiental (tueste el sol, llueva a plomo, abrume la niebla...). Lleva un moderno bastón de apoyo (de esos metálicos, horribles) en su mano izquierda, una mochila vieja descansa en su espalda y su sombrero de paja bloquea la luz estelar que se vierte desde lo alto. Con una concha blanca colgando de su cuello y una compostelana en el bolsillo diríamos que se ha extraviado, canjeando la ruta de las estrellas por la ruta a ninguna parte, el Camino por el Camino, la dirección a Santiago por el rumbo a sí mismo. Parece un vagabundo perdido que persigue aquello que se le escapó en su juventud, y que prosigue la marcha sin fin, mientras le duren las fuerzas, aunque quizá presienta que tanto paso no lleva más lejos, ni permite huir de nuestra propia desazón.

El abuelo de la Typhon, por su parte, no anda, sino que va a lomos de una escúter, pero circula a tan baja velocidad que creo poder ir más rápido si apremio mis zancadas. Por tal motivo, el pobre va haciendo ligeras eses, y temo que pueda acabar en el fresco asfalto (está recién esparcido) si pierde un poco el precario equilibrio. En el pequeño portamaletas trasero lleva eternamente su azada junto a un par de viejos periódicos, y un puro ruinoso asoma en su boca; sus chisposos ojos azules rememoran un pasado seguramente muy travieso, y en más de una ocasión nos hemos cruzado mientras alzaba su mano (“¡Ay, que se cae!”, pienso siempre entonces) y gritándome “¡Caminante!”. Uno de los mejores halagos que sin duda pueden hacérseme...

Sigamos. Ahora nos topamos con el “señor Kant”. El “señor Kant” es puntual. Diré más (y mejor): es una fiera con el reloj. Como el pequeño sabio de Konigsberg, por el momento en que lo ves paseando puedes saber, con la exactitud de un despertador, la hora que es. Nunca falla. Es como si tuviese un mecanismo de precisión suiza en su interior que le llevase a aparecer justo en el instante correcto. Yo, que nunca uso reloj (empleo el solar, durante el día, y el de las estrellas [si no hay nubes, claro] por la noche), y a veces tengo un compromiso o una “cita” (con mi madre, más que nada, para que la lleve a comprarse unos zapatos, o si debo recoger a mi abuelo en la marjal...) empleo su presencia (al principio, mitad o final del camino) para descubrir por dónde anda el minutero y la aguja horaria. Y, repito, nunca falla. La labor social de este individuo es inestimable; el ayuntamiento debería darle una pensión vitalicia, porque es mucho más útil que la mayoría de politicuchos y funcionarios del Estado...

Las féminas no abundan en el paraje; y no digamos las de escasas primaveras. Todo lo que la vista puede disfrutar es la ocasional entrada en escena de un par de amigas, que casi por chiripa aparecen por allí, trotando con sus largas piernas, que te saludan entre divertidas y retozonas. También aparece alguna mujer, ya más mayor de cabello plateado pero rauda figura, que con su gran cánido, fiel acompañante, atraviesa veloz el sendero y se pierde de vista enseguida. Igualmente atrae la contemplación de una muchacha adolescente con su bicicleta serpenteando los socavones del terreno, y cuyo rostro acalorado te mira algo intranquilo, como deseando confiar pero aún sin estar segura del todo. Pero se trata siempre de epifanías fortuitas; por desgracia, no puede uno ir más allá.

El resto de fauna es aburrida, y generalmente molesta: payasos pelones que van arriba y abajo haciendo carreras con sus bichos ruidosos y que inundan los caminos de basura y desechos cuando se detienen a parlotear; los que pasean al perro para que vean qué bello es (el perro, no ellos) y cuán alto pedigrí posee (inversamente proporcional a la inteligencia de sus dueños), sin entender que los perros, en realidad, son ellos mismos; los tíos cachas que, ataviados con mayas apretadas para marcar músculo y gafas oscuras para escudriñar sin ser vistos, danzan quemando calorías, grasa y cerebro; las abuelitas cacareantes en grupo con su rollo gastronómico (“¡Pues a mí el pollo me sale riquísimo!”) o que aúllan como cacatúas al hablar de sus nietos guapísimos; o las mamás que quieren recuperar su esbelto tono mientras sueñan con un pasado que jamás volverá y detestan verse a sí mismas por las mañanas...

Pero estos no son los Caminantes. Sólo transitan por el camino; mas desconocen qué es, para qué sirve y qué puede ofrecernos. Quizá nosotros tampoco lo sepamos bien, pero sí podemos sentirlo: cada vez que nos ponemos las botas e iniciamos la marcha; a cada paso que damos mientras contemplamos el sol poniente, la nube que corre por el firmamento o el conejo que atraviesa el sendero en busca de un mejor refugio. Y es algo que también sentimos cuando aquel vejete nos saluda haciendo equilibrios en su escúter, cuando Kant vuelve a marcar la hora, cuando la chica de la bicicleta sonríe acalorada, o cuando tú mismo te observas, durante el acto de avanzar sobre la grava, deseoso por no dejar jamás de hacerlo, movido por una fuerza desconocida y que parece eterna en tiempo e infinita en intensidad.

El Camino afianza las confidencias mudas, une a extraños con lazos de simpatía a distancia, y enseña que con el silencio y la independencia también es posible poner los moldes de la amistad y la camaradería. Y quién sabe si, andando el tiempo y gracias a un ímpetu del destino juguetón, también los del amor y la pasión.

Echemos a andar, pues.

(Fotografía: El Hermitaño)

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