31 de mayo de 2010

Iniciación (la hora de la verdad)



En una ocasión escribió Ortega y Gasset que “la vida del hombre se divide en cinco edades de a quince años: niñez, juventud, iniciación, predominio y vejez”. Si esto es así, y dejando aparte los casos que no cumplen la efectiva distinción progresiva (si es que hay algún individuo que lo haga realmente, cosa que tampoco sabemos a ciencia cierta), el pedazo de existencia que de verdad cuenta, el que da el pistoletazo de salida a qué somos realmente, no arranca hasta la treintena. Nada (o casi) de lo que hayamos logrado con anterioridad prefigura nuestro ser, no en el sentido del carácter o modo de entender la vida, sino en lo que atañe al camino vital que todo sujeto habrá de recorrer. Es a los treinta cuando, parece, la vida empieza a ser.

La iniciación, el tercer estadio orteguiano, puede haberse presentado mucho antes, desde luego, o puede que jamás se desarrolle plenamente, y de la etapa juvenil se penetre, sin solución de continuidad, a la vejez, obviando las dos intermedias (que marcan, según Gasset, el “trozo verdaderamente histórico” de nuestras vidas); de hecho, quizá podríamos preguntarnos si muchos de los que hoy ingresan en la tercera década realmente se “inician” en algo, como ese “algo” no sea abrir una hipoteca, emprender una carrera laboral rentable, o amueblar su ático, es decir, las sandeces habituales que mis mezquinos coetáneos en años suelen cometer...

Poco importa. En todo caso, la “iniciación” es, sin dudarlo, la etapa más gloriosa y grandiosa que uno puede experimentar. Lejos ya de los titubeos y efusiones mentales de la niñez, vagas y algo tontas aún, y de las calenturas quinceañeras y esos intentos primerizos de vida independiente y de autoafirmación individual que representa la veintena, el lapso que media entre los treinta y los cuarenta y cinco se configura como el periodo en que uno será, en efecto, lo que debe llegar a ser. Dejando aparte todos los matices que queramos (como los estudios que sugieren, por el contrario, que lo que no hayas atrapado a las treinta ya nunca lo conseguirás), la iniciación está preñada de posibilidades.

Fastidia esa idea, común e idiota, de que en función de estudios, aptitudes aprendidas y experiencia a los treinta, la vida, tu vida, ya está establecida, orientada hacia un ámbito concreto y cerrada a los demás. Es falso: un cocinero puede llegar a ser astronauta; un cartero, juez; y un “...” (escribe aquí lo que eres, o crees que eres...) un “...” (escribe lo que nunca has sido, pero desearías ser). Otra cuestión es que halle remuneración para su tarea, pero esto importa menos que una boñiga de cabra... La vocación no debe valorarse en función de la retribución monetaria, porque entonces ya no es vocación, ni es nada. Todos tenemos a nuestro alrededor ejemplos de vocación tardía, pero auténtica, que ha catapultado a gente otrora depresiva y abatida en una persona alegre, a gusto consigo misma y entusiasta. Y todo porque supo ver que podía truncar el trayecto de su camino equivocado y, rehaciendo sus pasos, dar inicio a la nueva jugada, a un nueva mano de cartas, a un postrer lanzamiento de dados.

Hay quienes ven en las personas que oscilan en su camino vital, que se detienen y emprenden la marcha atrás, que no hallan la pista adecuada para echar a andar con paso firme, seguros de sí mismos, a personas fracasadas, a seres débiles que no son capaces de recibir los embates de la vida tal cual llegan, que no cogen al toro por los cuernos. Pero, para mí, esos seres dubitativos, los que vacilan, los que a veces no saben por dónde tirar en su viaje esencial, son los héroes, los que recibirán el trofeo de “ganadores” al final del recorrido. Son los Superhombres nietzscheanos, porque no se conforman con lo dado, porque van siempre más allá de lo que el destino les tiene reservados, y porque ante la disyuntiva de una existencia autocomplaciente y ceñida a lo ya hecho (aunque quizá social y económicamente excelente), prefieren el atisbo de una perspectiva repleta de tentativas, de tanteos vitales, y escasa de certezas y protecciones.

El sendero hasta nuestro destino no siempre es recto. Nos equivocamos de camino, nos perdemos, volvemos hacia atrás. Quizá no importe qué camino emprendamos; lo que importa, es emprenderlo”.

Sea.

(Fotografía: El Hermitaño)

23 de mayo de 2010

Un tesoro (olvidado): subida al Molló de la Creu



Vista así, desde el suelo firme del valle de Marxuquera, la cima del Molló de la Creu parece inalcanzable. Empinada, enconada, como un cucurucho rocoso y gigantesco libre de huellas humanas. Pero, en absoluto. Su cúspide es accesible, su falda agradable de recorrer, y el trayecto hasta su punto culminante se convierte es un paseo que, si bien no exento de cierta dificultad para los que no suelan hollar tierras elevadas, ofrece al caminante (sobretodo si acude allí solo, como buen montaraz y amante de las montañas) uno de esos tesoros olvidados que preñan la comarca, sin que casi nadie lo sepamos.



Desde su vertiente sur, la cima se redondea, el camino se delinea mejor, y la sensación de verticalidad desaparece. Entonces te rodea un bosque bajo de zarzas y matorrales, flores y vegetación exuberante, incontables depósitos de color y perfumes montañosos. A paso lento por una senda estrecha pero bien marcada (excepto en un llano pedregoso, a medio trayecto del pico, donde se difumina y pierde su identidad), ascendemos sin prisas aspirando ese aroma típico del monte, que despeja narices y espíritus.



Llega el momento del descanso. Apartas la mochila, abres la botella, echas un trago, diriges la mirada alrededor tuyo... y en ese entreacto de quietud física captas, sientes y entiendes por qué has elegido ir solo, y por qué allí, en medio de esa nada arbustiva en la que no hay alma humana a la vista, excepto en la hondanada que descansa allá abajo, a una eternidad de espacio. No llevas teléfono (blasfemo sería su sonido en tales picos vírgenes), apenas nadie sabe que andas por tales alturas... un ligero resbalón, un pie mal apoyado, un momentáneo error de cálculo entre roca y roca, y el despeñe es sensacional... Y la muerte, próxima. Fantástico.



Por sorpresa aparece, mirando más allá de tus pies, una pequeña ventana libre de montañas, permitiéndote contemplar tu hogar, que no es más que un mero parche de color granate extraviado junto a otros muchos. Allí reposan tus gatas (a alguna la echo de menos de vez en cuando...), el tiempo perdido (luego bien ganado), y también una parte de tu propia existencia, lejana, actual, y por venir. Ansías volver, pero aún no es el momento. El calor achicharra mi pescuezo, las zarzas atraviesan la piel de mis piernas (despiste de principante, echar al monte con pantalones cortos...), y el sombrero de paja apenas resguarda de la poderosa estrella. Mas hay que seguir. No porque haya recompensa, o porque con la cima se consiga algo, sino porque lo piden los músculos, las fibras, y las células... hasta la última partícula de tu ser.

Y, por fin, el fin es el principio. Llegas. La coronas. El cielo se despeja. Nada por encima de ti más que el azul libre de nubes. Te descalzas, dejas que las brisas invadan tu cuerpo, y hasta casi te desnudas (estaba solo, ¿qué más daba?). Realizas un travelling circular. Completas, también, un círculo en torno a ti mismo, sin cámara, sin mirar, sólo hacia tu intimidad. Después, extraes el bocadillo, y mientras masticas, con parejas de mariposas retozonas amenizando la visión, tarareas unos himnos de los Beatles, y te ríes de esa locura, de eso que haces sin nadie más. Como casi siempre.



El Montdúver mira de cerca con su arrogante altura, pero su sendero hasta la cumbre, bien asfaltado, amplio y sin tropiezos, es aburrido, repetitivo y tan transitado que casi carece ya de atractivos. El Molló, por su parte, desafía, invoca, y causa respeto. Es un hermano menor de aquel, pero sólo con relación a niveles o elevaciones. Porque si uno quiere estar solo, en verdad, sin molestias ni tropiezos (aunque, lo reconozco, un encuentro con una bella dríade me hubiese venido muy bien...), lo mejor es huir de sendas asequibles y facilonas. Y el Molló, con su pirámide rocosa, amaga un itinerario singular, exento de presencias incómodas, y apenas a un tiro de piedra.

Es un tesoro, en efecto. Tesoro cuya recompensa se ofrece, como lo hace toda montaña, no al rematar su cima, sino antes incluso de iniciar el camino. Porque la satisfacción no está (o no debería, a mi juicio) en ella, en su cúspide, en llegar allí y hacer la foto de rigor, sino en descubrir qué somos, y en qué nos convertimos, cuando pisamos sus piedras, atravesamos sus zarzas (el dolor es el ingrediente principal de la dicha) y echamos un vistazo a ese mundo enorme que se extiende desde el pico hacia el infinito y, en él, nos reflejamos.

La montaña somos nosotros. Y ella vive, también, en nuestro interior.

(Fotografías: El Hermitaño)

20 de mayo de 2010

Nosotros (y ellos)



A veces pienso qué fue. O quién. Qué o quiénes me impulsaron a no seguir; a no dejarme deslizar hacia allá; a girar la cabeza en otra dirección; a decir “no”; a pensar que había otra forma de hacer las cosas: a, en resumen, no ser como ellos. Algunos momentos que me indujeron a hacerlo, a no seguir lo que se solía seguir, a no pintar nada en el cuadro social imperante, los recuerdo nítidamente, como me acuerdo de ciertas personas que facilitaron (o complicaron, para bien) las cosas; a esas personas, de hecho, jamás las podré olvidar.

Debía tener unos doce años, quizá trece recién cumplidos. Mis compañías, vistas con la lupa del tiempo, no eran demasiado prometedoras: holgazanes, fracasados académicos (yo era uno, no nos engañemos), adolescentes con vespinos, tipetes duros del tres al cuarto, y algún que otro ocasional individuo singular, que brillaba algo, pero cuya luz, ciegos mis ojos, yo todavía no percibía. No había miga alguna entre todos ellos, y yo tampoco valía apenas nada, aunque ya empezaba a hacer cosas ligeramente pintorescas, como coleccionar fascículos de astronomía o leer novelas de Stephen King, y me atraía la idea trabajar de observador de los cielos en un remoto pico andino, si no terminaba tocando la batería en algún grupito de la urbe... Esto, sin embargo, estaba aún dentro de mí; no había brotado al exterior, por miedo, porque sonaba demasiado “raro”. No lo veía a mi alrededor, no había nadie con quien compartirlo; eran cosas excéntricas, que no mencionaba a nadie, excepto la quimera del rompeparches (no en vano, un par de años atrás había tratado de formar un grupo con otros amigos... incluso nos pusimos nombre, “Rayos X”, o algo así, xD).

Un día, en el portal de mi casa, nos reunimos cinco amigos (ahora entiendo que es incorrecto llamarles como tales, pero entonces lo eran, o así lo suponía yo...), tres de ellos con sus cacharros de dos ruedas a motor, negras, relucientes, incitantes. Me gustaron, me atrajeron, las quise de inmediato: acelerar por las calles serpenteando entre los coches, echando humo, haciendo ruido, llevando (tal vez) a alguna amiga en la parte trasera, que se apretara a mi espalda, mientras atravesábamos el pavimento agrietado de la ciudad... la visión fue grandiosa, como de libertad desconocida, como una dimensión nueva que promete aquello que antes ni siquiera habías soñado. A partir de entonces olvidé la astronomía, los cielos y la inquietud por molestar al vecino con mis ensayos ruidosos. No eran propósitos incompatibles, desde luego, pero por unos días aquello que tan arraigado estaba en mí no echó más raíces; murió, desapareció, se quebró. Sólo pensaba en chicas montadas en el ciclomotor, llevarlas a bailar, ser un macarra, y dedicarme a un trabajo cualquiera. Los sueños fueron sustituidos, las ilusiones cambiadas, y los apetitos pretéritos arrinconados. No era nada malo, en absoluto, pero sí muy del montón, conforme al gusto de los que me rodeaban (amigos, ambiente, escenario social...), y muy acorde con lo que se supone que debes llegar a ser, si nunca te has planteado las alternativas existentes (o, incluso, si éstas existen).

Le pedí a mi madre, tras unos días de intenso deseo agitándose en el pecho, un artilugio móvil como aquellos que lucían mis compañeros. Se lo pedí entusiasmado, como nunca le había solicitado nada, y aunque sospechaba ya una negativa por motivos económicos, a la que debería hacer frente con toda mi capacidad persuasiva de adolescente, su respuesta a mis súplicas fue tan inesperada que, con un simple ademán de su mano y una frase que no olvidaré mientras viva, me dejó anonadado: “te gusta [la moto] porque la tiene David, pero en realidad no la quieres”.

Nunca, ni antes ni después, ha dicho jamás mi madre algo tan auténticamente cierto, tan genuinamente preclaro respecto a mi pensamiento. Nunca dio tan en el clavo, ni nunca supo, de hecho, el favor tan gigantesco que sus palabras, resonantes durante semanas en mi cabeza, causaron en la mente de este ermitaño en sus tiempos escolares de muchacho melenudo y desgreñado.

No dijo que rechazaba la idea de comprar ese cacharro con ruedas, sino que yo no la quería: o sea, me entendió mejor que yo mismo (ahora lo comprendo, entonces no inmediatamente), supo avistar qué era yo y lo que deseaba en verdad (para eso están las madres, eso es ser una madre), más allá de las apariencias, de la fiebre de un día, del ansia juvenil, intensa pero mudable. Quizá porque me había visto merendar mis gofres mientras visionaba un documental de astronomía, una vez más entre varias miles; o porque recordaba mis conciertos del viernes por la tarde, aporreando las sillas con mis baquetas infantiles emulando a Pick Withers. Por el contrario, cuando le pedí un telescopio tiempo después, me aseguró que trataría de conseguírmelo más tarde (al fin lo compré, con mis medios, a los dieciocho años), y lo mismo con la batería (ésta aún está en el limbo, pero llegará, a no tardar mucho).

Ahí radica la clave: mi madre reparó en qué era producto del ambiente, de las influencias, del mundo del más allá, que no nacía por mí mismo, de mis mismas inclinaciones, sino del entorno, del grupo. Desechó mis apetencias momentáneas, producto de un pasajero interés, pero garantizó realizar (o al menos tratar de hacerlo) las que llevaban fermentando en mi espíritu durante años. No estoy seguro de que fuera consciente del valor de sus palabras. Pronunciada en la encrucijada crítica de todo hombre que aún no lo es, en ese punto abierto a mil mundos que es la adolescencia, la frase materna me despertó, espoleándome (aunque de nada sirviera para llegar a ser astrónomo ni batería de rock) a perseverar en aquello que me hacía sentirme bien, a mantener mis gustos, pese a su excentricidad, pese a ser propio de “raros”, aunque todo a tu alrededor luchara contra ello, tratando de destruirlo.

Ahora pienso donde podría estar, en qué se habría convertido mi “yo” si, en lugar de aquel “no” categórico, mi madre hubiese sido más indiferente, más indolente, más quizá como las demás madres y padres, y hubiese accedido, dejando a la puerta de la entrada de casa una de esas máquinas chirriantes (que hoy tanto odio...), quizá haciéndome feliz cinco minutos y desdichado el resto de mi vida (aun sin saberlo, ni ella ni yo). O puede que no fuera de esta forma, después de todo. Quién sabe.

Nuestra existencia se nutre, para configurarse como tal, de momentos así. Son millones los caminos que no seguimos, las decisiones que no tomamos, las alternativas que omitimos, y las opciones que desechamos. Es la magia del ser. Lo que cuenta es mantenerse fiel a uno mismo, desafiar lo otro, plantarle cara, sonreír, y seguir avanzando. Ya lo sabéis, ¿verdad?

Resistid. Que nadie elija por vosotros. No lo permitáis jamás.

(Fotografía: El Hermitaño)

6 de mayo de 2010

Pinet, la tierra de silencio



La mañana había sido estéril. No suele pasarme, pero a veces ocurre: tratas de llenar las horas, pero al carecer de un plan o programa diario de tareas (que, por cierto, nunca he tenido; aunque admito su eficacia, debe ser aburridísimo...) dejas que sea tu instinto, el deseo del “qué hago ahora” quien decida. Es el privilegio de ser “rey de tu tiempo”. Mas hay días en que quieres abarcar tanto que son demasiados los frentes que resolver, excesivas las ideas que cohesionar, ilimitadas las lecturas que abarcar, y el resultado es que, sin decidirte por nada concreto, el tiempo muere, el ansia queda insatisfecha, y la comida te parece inmerecida e innecesaria; has hecho muy poco, el apetitito ha huido y el estómago no traga.

Como si no percibieses ya la vida (la tuya), como si notaras que falta el aire, te sientes desencajado, mortecino, herido y pobre. Quieres algo, es imprescindible, pero no sabes qué. Miras a tu alrededor, cavilas opciones, sopesas acciones, pero sigues sin decidirte... y el tiempo pasa, vuela, se escurre y jamás regresará. No sabes cómo hacerlo, ni cuando, ni si quiera dónde; sólo que debe ser hecho, y pronto. Entonces, en un mar de confusiones, en el laberinto de las decisiones no tomadas, con las resoluciones y determinaciones habituales abortadas, fijas como meta el escape, la fuga, desertar de ti mismo. Marcharte para descubrirte; perderte para encontrarte.

Y llegas, expectante, a la tierra soñada. Enfilas la senda, admiras la belleza, te dejas llevar, te abandonas; cuando llegas al alto el lastre mental desaparece, el paisaje abierto despeja tus ideas, el donaire de los abejorros señala el camino, fácil, conocido, transitado. Está allí, en medio de las zarzas, respira a través de las flores, late debajo de tus botas: ¿cómo ha podido olvidársete? Tropiezas con la madeja arácnida, las moscas succionan tu vida (traidoras), los halcones sonríen desde las nubes, los pinos abrazan nieblas de mosquitos, el mistral trae en bandeja tiras de cirros, y las rocas destilan colores ocres, revelan una vida antiquísima que quedó prensada a su raíz pétrea, y condensan señales estriadas de minerales atrofiados y disueltos, anteriores a todo diluvio.

Pinet dormita, a tus pies. Nada oyes, porque nada genera sonido. Escuchas, lejos, como en otra galaxia, cómo se acercan vehículos; sólo ellos, malditos, rompen la magia del no oír. Pocos saben existir sin ser advertidos, y casi nadie descubre cuán valioso puede ser permanecer ignorado por los otros. Los que ansían ser vistos y quedan tristes sin una mirada ajena que les preste atención, de ir allí padecerían pronto demencia. Sólo hay un ojo que mire: el de Dios (el nuestro, si se quiere).

El paisaje que envuelve Pinet parece un tapiz recosido miles de veces, distribuido en infinidad de pequeñas parcelitas de verdes diversos. Arrojadas en medio de un valle aletargado por la quietud vespertina, invitan a visitarlas, a trabajarlas con la azada y regarlas con el agua santa que brota de inagotables fuentes cercanas. Pero, también, a tumbarse en sus cobertores de hierbas, mientras corretean los conejos y el lánguido sol se acuesta sobre las montañas. Es tierra de disfrute, ajena a la masa, al chirrido mundanal, a la moneda soez y a la migraña mental, como la que me aquejaba por la mañana. Un momento allí, en la cresta elevada, y se hiende la incertidumbre; la convicción regresa, la duda se esfuma. Y uno vuelve a saber qué es la vida, y cómo vivirla.

Me he traído un pedazo gigantesco de ese cerro mágico, un bloque pétreo que semeja un meteorito añejo que perforó la atmósfera en épocas pleistocenas, por lo menos. Está veteado por serpenteantes coágulos de mineral, como si hubiera sufrido presiones intensas y posee (lo que diría yo que son) restos de conchas marinas... o algo así. Es un testimonio mudo de la singularidad y el encanto de esa tierra, tan cercana pero que se diría habita en la prehistoria (y a Dios gracias). Un pueblo rodeado del tiempo perdido, del espacio incorrupto, que pervive quizá sin saber el tesoro que aún preserva.

La roca pinetense yace ahora, colosal y sugerente, en el escritorio. Sus recodos macizos y meandros minerales inducen a aprovechar cada fibra de tiempo verdadero que la providencia tenga a bien dispensarnos. Aprovecharla, sea como sea, aunque sea haciendo nada (que, si se sabe que nada se hace, ya es hacer... ¡aunque nada se haga!). Dentro de poco, en un abrir y cerrar de ojos, todos seremos meros residuos polvorientos, hojas marchitas de un libro olvidado, que nadie abrirá ni leerá. Compañeros silenciosos de esa roca robusta que, callada a su vez, ennoblece mi escritorio.

Tic-tac. Tic-tac...

(Foto: El Hermitaño)