6 de mayo de 2010

Pinet, la tierra de silencio



La mañana había sido estéril. No suele pasarme, pero a veces ocurre: tratas de llenar las horas, pero al carecer de un plan o programa diario de tareas (que, por cierto, nunca he tenido; aunque admito su eficacia, debe ser aburridísimo...) dejas que sea tu instinto, el deseo del “qué hago ahora” quien decida. Es el privilegio de ser “rey de tu tiempo”. Mas hay días en que quieres abarcar tanto que son demasiados los frentes que resolver, excesivas las ideas que cohesionar, ilimitadas las lecturas que abarcar, y el resultado es que, sin decidirte por nada concreto, el tiempo muere, el ansia queda insatisfecha, y la comida te parece inmerecida e innecesaria; has hecho muy poco, el apetitito ha huido y el estómago no traga.

Como si no percibieses ya la vida (la tuya), como si notaras que falta el aire, te sientes desencajado, mortecino, herido y pobre. Quieres algo, es imprescindible, pero no sabes qué. Miras a tu alrededor, cavilas opciones, sopesas acciones, pero sigues sin decidirte... y el tiempo pasa, vuela, se escurre y jamás regresará. No sabes cómo hacerlo, ni cuando, ni si quiera dónde; sólo que debe ser hecho, y pronto. Entonces, en un mar de confusiones, en el laberinto de las decisiones no tomadas, con las resoluciones y determinaciones habituales abortadas, fijas como meta el escape, la fuga, desertar de ti mismo. Marcharte para descubrirte; perderte para encontrarte.

Y llegas, expectante, a la tierra soñada. Enfilas la senda, admiras la belleza, te dejas llevar, te abandonas; cuando llegas al alto el lastre mental desaparece, el paisaje abierto despeja tus ideas, el donaire de los abejorros señala el camino, fácil, conocido, transitado. Está allí, en medio de las zarzas, respira a través de las flores, late debajo de tus botas: ¿cómo ha podido olvidársete? Tropiezas con la madeja arácnida, las moscas succionan tu vida (traidoras), los halcones sonríen desde las nubes, los pinos abrazan nieblas de mosquitos, el mistral trae en bandeja tiras de cirros, y las rocas destilan colores ocres, revelan una vida antiquísima que quedó prensada a su raíz pétrea, y condensan señales estriadas de minerales atrofiados y disueltos, anteriores a todo diluvio.

Pinet dormita, a tus pies. Nada oyes, porque nada genera sonido. Escuchas, lejos, como en otra galaxia, cómo se acercan vehículos; sólo ellos, malditos, rompen la magia del no oír. Pocos saben existir sin ser advertidos, y casi nadie descubre cuán valioso puede ser permanecer ignorado por los otros. Los que ansían ser vistos y quedan tristes sin una mirada ajena que les preste atención, de ir allí padecerían pronto demencia. Sólo hay un ojo que mire: el de Dios (el nuestro, si se quiere).

El paisaje que envuelve Pinet parece un tapiz recosido miles de veces, distribuido en infinidad de pequeñas parcelitas de verdes diversos. Arrojadas en medio de un valle aletargado por la quietud vespertina, invitan a visitarlas, a trabajarlas con la azada y regarlas con el agua santa que brota de inagotables fuentes cercanas. Pero, también, a tumbarse en sus cobertores de hierbas, mientras corretean los conejos y el lánguido sol se acuesta sobre las montañas. Es tierra de disfrute, ajena a la masa, al chirrido mundanal, a la moneda soez y a la migraña mental, como la que me aquejaba por la mañana. Un momento allí, en la cresta elevada, y se hiende la incertidumbre; la convicción regresa, la duda se esfuma. Y uno vuelve a saber qué es la vida, y cómo vivirla.

Me he traído un pedazo gigantesco de ese cerro mágico, un bloque pétreo que semeja un meteorito añejo que perforó la atmósfera en épocas pleistocenas, por lo menos. Está veteado por serpenteantes coágulos de mineral, como si hubiera sufrido presiones intensas y posee (lo que diría yo que son) restos de conchas marinas... o algo así. Es un testimonio mudo de la singularidad y el encanto de esa tierra, tan cercana pero que se diría habita en la prehistoria (y a Dios gracias). Un pueblo rodeado del tiempo perdido, del espacio incorrupto, que pervive quizá sin saber el tesoro que aún preserva.

La roca pinetense yace ahora, colosal y sugerente, en el escritorio. Sus recodos macizos y meandros minerales inducen a aprovechar cada fibra de tiempo verdadero que la providencia tenga a bien dispensarnos. Aprovecharla, sea como sea, aunque sea haciendo nada (que, si se sabe que nada se hace, ya es hacer... ¡aunque nada se haga!). Dentro de poco, en un abrir y cerrar de ojos, todos seremos meros residuos polvorientos, hojas marchitas de un libro olvidado, que nadie abrirá ni leerá. Compañeros silenciosos de esa roca robusta que, callada a su vez, ennoblece mi escritorio.

Tic-tac. Tic-tac...

(Foto: El Hermitaño)

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