26 de noviembre de 2010

A bordo (ya está...)



Produce una extraña sensación lograr, por fin, aquello que tanto soñaste, aquello que acudió día tras día a tu mente y tu corazón. Un deseo que creció a cada amanecer, que vivió contigo y te hizo distinto. Desconoces lo qué significa: sólo puedes sentirlo. Y, con ello, basta.

Sentado sobre sus rodillas de madera, tela y metal, te sientes bienvenido, como si hubiese sido tu casa desde siempre. De hecho, lo ha sido: en tu sueño siempre ha existido, y has imaginado cómo sería descansar mirando al vacío, notando su sola presencia. Que ella vive es obvio; poca gracia requiere descubrirlo. Quien ve en ella un simple objeto no entiende nada; ahí "hay" algo. Y, si no, siéntese en su regazo y capte: si a los pocos minutos no ha percibido algo más que un batiburrillo de cables, electrónica, muebles y plásticos adorablemente ensamblados, es usted (con perdón) un tarugo, un necio, o un simple: o las tres cosas a la vez.

En la proa un diablillo rojo y blanco, esponjoso y simpático, saluda a quienes nos encontramos en la carretera. Un par de mapas sobre el salpicadero, algunos discos, un paño y una pequeña linterna en la guantera. Hay dos figuras en la cabina: una es insoslayable; siempre estará ahí; la otra puede variar con el tiempo: sólo el dinero y las ganas, el sentimiento y la implicación, lo dirán. Atrás queda la morada: el parqué, las ventanas, los comedores, las luces, el baño, la ducha, la cocina, los armarios, el frigorífico, la calefacción, las claraboyas, la cama... todo en unos metros cuadrados, todo entrañable, todo inmejorable. Modesta, acojedora, encantadora.

Nació, ella, cuando me salieron los primeros granos en la cara, cuando el sueño aún no existía, justo hace media vida mía. No sé quién la ha hollado antes, y tampoco me importa; sólo sé que soy yo quien la siente ahora. Imagino cuántas palabras habrán escuchado sus paredes; las discusiones sufridas, sin poder tomar parte por ningún bando, los maltratos de los niños (y los que no lo son tanto...), las sonrisas bajo sus halógenos, el amor destilado sobre sus sencillos colchones...

Uno arranca, coloca las marchas, y empieza a ver el camino. Es infinito. Nadie te dirá hacia dónde, cuándo parar, qué comer, bajo qué árboles dormir. Es todo decisión tuya. hojeas el mapa, piensas un segundo, y hacia allá. Qué importan hostales o posadas, restaurantes o bufetes, tú mandas. Mientras no molestes, mientras no cometas imprudencias tontas o sonrojes a los pueblerinos con tus torpezas, eres (un poco más) libre. Aunque, cuidado, porque habrá quien querrá arrebatartélas (a ellas, la libertad y aquello que te la proporciona...), así que cabe andar con prudencia.

Viajemos adonde viajemos, siempre encontraremos lo mismo: naturaleza, paisaje, rincones de humanidad, belleza, silencio (aunque también algún monigote rídiculo acelerando a fondo junto a tu casa, sabedor de que sólo puede existir yendo rápido...). Cambias de destino a cada paso, improvisas, no te decides, y dejas que sea el sol y el gasoil quiénes lo hagan por ti. Mandas un recado a tus padres, coges un cuerno de la luna, lo atas a tu baca, y te adentras en la oscuridad del asfalto. Miras las marcas de la carretera, blancas y discontinuas, que avanzan sin cesar y señalan hacia dónde debes ir...

Al regresar, al concluir un periplo de aventura, no dices nada, no puedes. Quedan las imágenes, las experiencias, las meteduras de pata y los excesos, pero también el triunfo, la bondad, los rostros de la felicidad. Vuelves al punto de partida absorto, perdido: el silencio es la melancolía del recuerdo, dejó dicho un amigo, como testimonio de tal andanza. Y no hay más que decir. Tan sólo, si cabe, que el mutismo es transitorio. Porque se abrirán nuevas oportunidades.

La morada aguarda ser habitada de nuevo; requiere nuestra presencia para sentirse viva. Y, nosotros, también debemos residir en ella para sentirnos (un poco más) vivos. Adónde iremos no cuenta: sólo, que iremos, y que, mientras tanto, (lo) seremos.

Arrancamos ya (y, ahora sí, es un hecho). El motor ronronea como un gato dichoso, sabe que le espera un buen rato de placer... Como a nosotros.

Ya está (por fin...).

(Foto: El Hermitaño)

16 de noviembre de 2010

Ocio del tiempo (distracciones)



Llevo dos meses así... admirando las hojas de la parra sobre el fondo azul del cielo.

Dos meses desde que terminé mi segundo libro, que envié a un concurso de divulgación para tratar de pescar algún dinero... Quizá por eso no lo gané: por pensar demasiado en la recompensa, y no disfrutar del proceso, del resultado por sí mismo, y por esas palabras impresas en la hoja. Cuando uno antepone la satisfacción del premio, reconocimiento o compensación a la maravilla del tecleado, al lento chorreo de letras encadenadas, al milagro de poder expresarte y que los demás entiendan, entonces el arte desaparece, el gusto te abandona y la vocación se corrompe con la plaga del beneficio, el billete y la cuenta corriente...

Bien mirado, lo del premio lo deseaba más por mis padres, para que vieran que sé hacer lo que me gusta y que hay alguien lo bastante tonto para pagarme por ello... Pero supongo que no es posible. Además, los triunfadores aparecen, en la solapa, con sus largas descripciones personales: licenciados, doctores, investigadores, expertos masterizados, catedráticos, experiencia docente, publicaciones, etc. ¿Qué dirían de mí, del autor, en caso de ganar el concurso? Se limitarían, seguramente, a poner mi fecha de nacimiento, decir que me gusta mirar el cielo, sentarme con mis amigos, hablar de todo lo que nos importe, escribir memeces (como ésta...) y leer hasta quemarme las pestañas...

No tengo estudios (yo sólo poseo aprendizajes...), ni títulos (suelo tirarlos a la basura...). Aborrezco tanto estudiar que incluso siento la filosofía (que me atrae como una voluptuosa ninfa abierta de piernas esperando mi epifanía líquida) marchita y privada de encanto cuando se me obliga a seguir la enseñanza universitaria establecida; y sólo recupera su belleza y misterio al coger, en el momento que me dé la real gana, sus fabulosos volúmenes, sin esperar nada más a cambio que el placer de descubrir, e interpretar, las intrincadas y racionalmente exhuberantes argumentaciones... Por eso no estudio... porque me cansa no aprender, sino sólo memorizar. Tiempo vacuo, perdido, soso y estúpido. Y luego podrán venir los ceros, los insuficientes, las segundas matriculaciones (o terceras, o...), pero yo seguiré siempre igual.

Subo a la azotea de la casa, me espatarro cuán largo soy (y lo soy bastante...), con un cojín bajo la testa, con músicas pegadas a las orejas y un gato al que atrae la idea de dormitar cerca de ellas (oigo un ronroneo, siento un ligero rozamiento peludo...), me acomodo, cruzo las manos sobre mi barriga, y empiezo a contemplar: nubes que avanzan y se detienen, evanescentes; soles brillantes que abrasan la mirada; aviones que dejan rastros extraños en el cielo; halcones que surcan el azul y se dejan llevar por los ascensores de aire; una media luna perfecta que oculta mil secretos en su superficie de polvo más antigua que todo ser...

Y, mientras todo ello sucede, mientras repito la ceremonia casi todos los días (adjunten también caminatas, películas, lecturas, miradas a las chicas guapas [pero no a las sólo que aparentan serlo...], charlas con seres queridos [a tu lado o a miles de kilómetros] y alguna cosilla más...), mientras todo ello sucede, digo, me voy citando cada día con una recién aparecida en mi vida, a la que estimo como si la conociera desde siempre, y la voy mimando, limpiando, adecentando, poniéndola bella y dándole todo lo que necesita... Una amiga que ya ha entrado a formar parte de mi existencia (y yo de la de ella), y con la que espero correr algunas juergas en la carretera dentro de bien poco... Juergas, digo, sí, pero de las mías... no se me malinterprete.

Por cierto, una amiga que poco me ha costado conseguir. He tenido que pagar, desde luego, no porque su amistad sea comprada, sino porque estaba encadenada en una sucia casa de compraventa y su amo exigía dinero a cambio de su libertad. Y sentía que me llamaba... que me pedía a gritos librarla de su cautiverio. Y no pude resistirme. Ahora vive junto a mí, y aguarda brindarnos aventuras inconcebibles... Y lo hará mejor que con cualquier otro, por agradecimiento, porque la he salvado de unas garras avariciosas, y sabe que conmigo está a salvo.

Así llevo dos meses, mirando la parra, absorto, haciendo pequeños planes, ignorando mis obligaciones y paseando de continuo con mis devociones, con el otoño dentro de mí, recogido, pero despierto, con el zurrón casi lleno (es lo que tiene no dejarse atrapar por los bancos, y ello aunque no recoja billetes desde hace más de un año...) pese a mis gastos, olvidando el futuro lejano y pensando en el ahora (al contrario que he hecho casi siempre).

¿Irresponsable? No, ocioso, en el sentido magno de la expresión, por poseer tu tiempo y emplearlo como mejor te plazca, sin ataduras, sin ligas ante nadie (ni siquiera ante ti mismo). Luzco como un ermitaño, desde luego, porque el euro nunca se destina a la estética, sino al esteticismo, porque no debo dar las gracias a ningún capo, a ese jefe henchido de peloteos, y porque al sentirse ocioso uno deja de lado las chorradas de esta vida moderna y llena de lo vacío, y empieza a saborear cómo es el vivir sin exigirse nada.

Y uno sólo puede crecer enmedio de la quietud, en un paisaje que deje que respires a tu aire, que no reclama nada, que es y está y evoluciona a su ritmo. Ociosidad no es sinónimo de pereza, de aburrimiento, de sentarte en la butaca ante la tele, sino de percepción, de sentimiento, de gozo, porque abre las puertas del universo que se complace ante sí mismo, y no del que siempre pide y reivindica. Éste universo está podrido, lo han podrido los hombres con sus ansias de crecimiento sin fin, de ganancia sin término. El dinero, el mismo con que he liberado a mi amiga, es el responsable, pero sobre esto ya se hablará.

Lo dijo ya Stevenson (claro): "Y para qué, Dios mío, tantos afanes? ¿Cuál es la causa por la que amargan sus vidas y las de otros? Que un hombre pueda publicar tres o treinta artículos al año, que pueda o no terminar su gran pintura alegórica, son asuntos de poca importancia para el mundo". Que un hombre sea licenciado, gane millones, sea un atleta del ADO, maneje la política de un país, o se envilezca cada mañana sentado en su oficina amasando peniques... ¿tiene alguna relevancia cósmica?

Ésa es la estafa: creer que debemos hacerlo. Sentir que si no, perdemos la dignidad, la humanidad. Quien no sabe qué hacer con su tiempo no es un ocioso; es un torpe. Quien sabe cómo gestionar (perder) el suyo es un sabio. El tiempo es nuestro.

Y quien no lo tiene es el esclavo, el indigno, y el inhumano.

(Fotografía: El Hermitaño)