24 de diciembre de 2010

Travelling en las alturas



Hice este vídeo seis meses atrás, casi en el solsticio de verano, en el pico del Molló de la Creu, a unos 490 metros sobre el nivel del mar.

Me gusta recordar lo bien que se está en las alturas, cómo se siente uno allá arriba, solo, aislado, extraviado.

Es una sensación extraña, como si nadie más existiese, y el mundo estuviera abierto a tus pies...

23 de diciembre de 2010

Ida y vuelta



"Viajar es pasear un sueño".

Anónima

(Foto: El Hermitaño)

12 de diciembre de 2010

En la otra dimensión



Últimamente escapo sin cesar de mi choza y atravieso parajes deshabitados y rincones olvidados. No voy lejos; al lado de casa casi siempre está lo mejor. A poco que busquemos hallaremos paraísos perdidos y enclaves de leyenda sin tener que recorrer grandes distancias ni maldecir los aumentos en el precio de hidrocarburos. Quien viaja demasiado lejos huye de algo; nosotros, por el contrario, es ese "algo" lo que justamente perseguimos.

Me juré a mí mismo que sólo me estaba permitido disfrutar del lujo (mi único lujo hasta el momento, antítesis de mi forma de vida austera y frugal en lo material) a condición de que, con él y en él, "crecer como ser". Así de simple. Todavía es pronto para saber si lo he logrado ya. Creo que no; pero esto apenas acaba de empezar.

Me aseguré de mantener a raya a los bancos y empresas crediticias (zorras con ansias insaciables de bocados suculentos...); me obligué a no pedir nada mejor; me dije, también, que una vez la tuviera olvidase, por completo, lo que me había costado. Y lo he conseguido. Nunca he destinado mejor mis (escasos) billetes, y ahora, por mucho que me den las mejores riquezas o las más refinadas joyas, sé que no podría cambiarla por nada. ¿Por nada? Por nada.

Uno de los motivos es éste: En mi choza marxuquerense, esa "llar" de vivencias antiquísima, que me ha visto pasar de la niñez a la adolescencia y finalmente a la madurez, yo gozaba de la mayor de las bienaventuranzas: la libertad temporal total, que empleaba a mi gusto, solo, sin nadie mandando, sin nadie hablando, sin nadie pensando, siquiera. Pero, ahora, con mi xiqueta de ruedas de caucho y rostro de fibra antigua, esa libertad, esa independencia, se vuelve espacio-temporal. Se me abre un espacio propio (pero, también, para todos los de mi bando), en el que ser todo lo que soy, aquí, allá y acullá, y aspirar a ser lo que todavía sueño que seré.

Si antes, en la choza, un perraco ladraba, nada podía hacer (excepto lanzarle algún 'cudol'); si algún lelo machacaba mis nervios con excrecencias musicales, tampoco (excepto soltarle un par de tortazos); si las luces trucadas invadían mi noche y ofuscaban la visión de las auténticas, nada podía hacer; si deseaba cambiar de estampa, ver otro cielo o tener una ermita a mi lado por la mañana, o una callejuela solitaria y anónima, era del todo imposible. Ahora, grandeza de las grandezas, ya no: unos minutos y cambia por completo el panorama, la fauna, el horizonte, la orientación, la vida a tu alrededor.

Y, entre esto, el tiempo. Es otro, más suave, se desliza; ya no trota, es más sereno. Una hora parece un día; un día, toda la semana. Ya no sabes si lo hecho por la mañana corresponde a hoy, al ayer, o a dos días atrás... La nueva dimensión espacial noquea la temporal, como si al aumentar el espacio disponible lo hiciera el tiempo. A espacio (casi) infinito, tiempo (casi infinito); seguro que es una idea que hubiese agradado a Einstein...

Por otro lado, la compañía (la de los hermanos y hermanas, quienes saben que pueden contar conmigo) siempre es esperada, y bienvenida, una compañía que es presencia, mutismo, afecto e inteligencia. Pero a veces las almas amigas no pueden acudir a la ruta, y la casa que rueda se queda vacía de otros alientos; sin embargo, entonces, ella misma y su desocupado interior favorecen como nunca tu misma identidad solitaria (si es lo eres), o bien facilita tu unión con los otros (si los necesitas).

Es en esta soledad viajera y existencia, al abrigo de las inclemencias emocionales (debidas a aquéllos, para bien o para mal), cuando está uno consigo, lo que para mí es el momento cumbre del bienestar: reposas en la cabina, escuchas a los Zeppelin, a Dylan, a Velvet o a los Straits, o te dejas llevar por el rumor de los planetas holstianos, o por las piezas flautistas mozartianas; el sol muerde las montañas y la luna aparece entre los cirros; descansas en el comedor contemplando el espectáculo; abres la puerta y recibes un soplo de viento frío nocturno; oteas las estrellas a través de tus ventanas de plástico, buscando la constelación de la existencia; te acurrucas en el lecho y oyes el caer del día, un día todo tuyo (somos amos de nuestro tiempo, recordémoslo); escoges tus libros y los penetras como si tu mente no captara nada más que las palabras impresas; comes tan a gusto tus garbanzos o tus sopas de fideos, cocinados en los diminutos infiernillos de tu auto; abres la luz, por la noche, y tratas de plasmar en papel algo de todo ello...

Y luego, como siempre, regresas. La choza espera: hay saludos gatunos y maullidos hambrientos; hay hojarsca que recoger, leña que apilar, agua que bombear y una monstruosidad de timbales, bombos y platillos que exige ser sacudida, para hacer estallar el silencio eterno de ese espacio tan finito que es tu cabaña... Nunca puede uno ser blanco o negro; cuanto más silencio crees, más conviene en ocasiones destruirlo y metamorfosearlo en una orgía de salvajes rugidos y ruidos febriles. Ya sabéis, el yin y el yang. Algo de equilibrio para evitar el trastorno...

Al regresar, te es más sencillo volver a tus textos de estudio, es más placentero hacer un favor a tu madre, más fácil llevarte bien con tu hermana, y abrazar la sencillez y bondad de la vida doméstica (nunca domesticada...). Regresar es siempre otro inicio; porque irte es, de algún modo, querer regresar; y regresar es querer marchar de nuevo. Y, en el ínterin, mientras vas y vienes, mientras vives, ya sea entre paredes gruesas o delgadas, en una morada cimentada o móvil, te vas haciendo, vas siendo, y tratas de atrapar tu devenir.

Cada arrancada, cada vez que introducimos la marcha y soltamos un poco el pie derecho, nos acercamos a la plenitud. La de encaminarse a la mayor de las aventuras posibles: conocernos, y después, mucho más tarde, superarnos.

No hay dimensión que se nos resista...

(Foto: El Hermitaño)

2 de diciembre de 2010

Ciclos...



Hoy, dos de diciembre, han rozado el suelo las postreras hojas... Lo han hecho con delicadeza, con gracia, mientras el mistral arreciaba y las despegaba de su enclave arbóreo, el que han conocido desde su nacimiento. Ahora, tapizada la tierra con un follaje amoratado, espera el duro invierno, que hará estremecer los troncos hasta las benignidades de la primavera inefable... Y, más tarde, aparecerán las viandas dulces colgadas como ofrendas para la vista y el paladar...

¿Dónde estaremos cuando aparezcan las primeras hojas, dentro de tres meses? ¿Y cuando se despidan del árbol las últimas, más o menos un año a partir de ahora? ¿Qué será de nosotros, y con quién lo compartiremos, en el instante en que broten los nacientes frutos?

El mar del tiempo es infinito, bañado en aguas eternas. Consuela saber que, una vez marchitos y mezclados con la tierra (quiero decir, nosotros, no las hojas), un nuevo ciclo aguarda para arrancar de nuevo, y que es imparable, como lo es el calor del sol y la luz de las estrellas. No estaremos para entonces, pero puede que de algún modo una parte nuestra permanezca... en los otros, esos que vendrán, que nos enlazarán con el pasado y el futuro.

Otoño, invierno, primavera y verano. Los cuatro jinetes (del génesis, de la creación). Dedicádles un segundo, contempladlos mientras avanzan (por ejemplo, en el curso del sol, en las sombras a mediodía, en los árboles, en las cumbres de las montañas...). Y luego meditad qué vale la pena... hasta dónde cabe llegar. Porque tampoco nosotros nos libramos de él.

Recordad las palabras del gran Robert Plant, en That's the way: "No olvides que todo lo que vive nace para morir...". También, si se quiere, podríamos decir que "todo lo que muere ha nacido para vivir (de nuevo)". Es un ciclo sin fin. Creación y destrucción; amanecer y ocaso; día y noche. Muerte y resurrección.

Y vuelta a empezar...

(Fotografías: El Hermitaño)