16 de octubre de 2011

Caminos



Pero, aún en esta deliciosa región, las partes más encantadoras sólo se alcanzan por sendas escondidas. A decir verdad, por lo general el viajero que quiere contemplar los más hermosos paisajes de... no debe buscarlos en ferrocarril, en barco, en diligencia, en su coche particular, y ni siquiera a caballo, sino a pie. Debe caminar, debe saltar barrancos, debe correr el riesgo de desnucarse entre precipicios, o dejar de ver las maravillas más verdaderas, más ricas y más indecibles de la tierra

Edgar Allan Poe
El alce, 1844

Apenas importa que el escritor bostoniano, en la cita, se refiriera, hace más de siglo y medio, a los territorios norteamericanos; Poe hablaba para todo tiempo y lugar, señalando la innegable necesidad de acceder, mediante el único auxilio de nuestros miembros, a los parajes grandiosos e inexplorados que nos envuelven. Sólo así los descubriremos. Sólo así los sentiremos como son.

Más que una necesidad, de hecho, es una sensatez: en buena parte las maravillas están escondidas, al abrigo de las muchedumbres, de los acondicionamientos turísticos, de las comodidades ociosas; para alcanzarlas hay que moverse por uno mismo. Pero, ¿qué es lo eminente, lo excepcional? Suele ser aquello no divulgado ni revelado, lo que no aparece en guías de viajes, páginas de blogs, ni documentales televisivos. Ir adónde todos van, ver lo que todos ven, hollar lo pisado mil millones de veces, disminuye el valor del lugar. Y si el acceso es fácil, todavía más.

Por eso, una montaña baja coronada sin ayuda ni refuerzo de clase ninguna brinda mayor disfrute que un pico alpino abordado gracias al teleférico; un valle o descampado hollado gracias a la inspiración o a la eventualidad del momento (la misma cosa, en general), es más bello que el jardín mejor preparado y cuidado del planeta; y, por eso, seguir un sendero no marcado, o todavía más valioso, abrirlo tú mismo (una corbella poco cuesta, y poco ocupa...), puede convertirse en la mayor aventura posible, y la más sublime, aunque sólo avances cien metros.

La emoción de un instante de pleno encuentro con la naturaleza profunda (pie sobre tierra, mano sobre roca...), esa naturaleza no expuesta, esa que cabe buscar bien, porque no se ofrece fácilmente, nos retrotrae a unas décadas atrás, cuando los sendas no estaban aún señalizadas, y no existían las competiciones de velocidad (siento náuseas cuando veo esos grupitos que llevan cronómetros para comprobar cuánto tiempo emplean en llegar a la “meta”...). Cuán emocionante es advertir un pedazo de montaña no explorada jamás (todavía las hay, y más cerca de lo que suponemos), e ir para allá en pos de su tacto incorrupto; cómo alegra destapar las zarzas que caen sobre un riachuelo anónimo; cuán reconfortante saber que aún hay virginales marañas de matorrales crecidos por el sustento de lluvia y luz solar nunca palpados ni arrancados, o revelar algún espectáculo ignoto e inesperado, como un prado o un par de gráciles pinos silvestres en medio del erial.

Aventurarse es crecer. El riesgo enseña, ilustra, contrasta. Sin él, reducidos a la confianza de la cubierta urbana, ésa en donde todo son servicios y confort (comodidad del indolente burgués, coraza del apático cobarde), dejamos de ser nosotros mismos. La esencia del ser humano radica, ya lo sabemos, en los salvajes exteriores, en los ámbitos incontrolados del medio natural. Verse allí, rodeado de lo que es su hogar, y no el construido, el adulterado, devuelve al hombre su forma, su ser; y lo encauza hacia su sino.

Me siento mucho más acorde con el espíritu del montaraz que con las construcciones intelectuales posteriores que han tratado de modificar el alma del hombre, montajes falsos que lo han encerrado en un claustro social de identidades marcadas. El simple estado de naturaleza es pernicioso; pero el estado social, el aglutinamiento permanente, la cerrajón constante en los márgenes de una existencia controlada, coaccionada, emascula lo que de humanos aún poseemos.

Cada vez siento más cerca la tierra; y más lejos, cada vez más, (casi) todo lo social.

(Imagen: El Hermitaño)

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