9 de octubre de 2011

¿Necesidades?



Hace unas semanas, mientras esperaba las usualmente deprimentes noticias televisivas, tropecé con un reportaje de un grupo de jóvenes (esos que algunos llaman “antisistema”; otros, ahora muy de moda, preferirían el término “indignados”...) que habían ocupado (es decir, okupado) una antigua masía catalana abandonada, y en la que con la mínima reserva monetaria vivían en comuna elaborando su pan, cultivando sus hortalizas, ocupándose de los problemas de agua, electricidad, etc. que surgían en la casona y dedicando el resto del tiempo a sus intereses particulares.

Dejando aparte la cuestión de la higiene (para qué engañarnos, las melenas no brillaban con la luz que a uno le gustaría...), me sentí algo emocionado. Había allí, a una corta distancia, un grupo de gente que estaba adelantándoseme..., un grupo que ya se había aclarado las cosas y había decidido dar los pasos necesarios, los mismos que en breve medito seguir yo. Me congratulé de que haya jóvenes así, por cuyas cabezas se deslice y extravíe todo sentimiento consumista y borreguil, ese que dicta “lo que hay que hacer” cuando se es joven, y que nos pierde para siempre, llevándonos pronto a un ocaso vital, o a un malestar eterno, si no somos lo suficientemente rápidos para zafarnos de su mano, viscosa, sucia y maloliente. Pese a la separación, y pese a las diferencias, sentí una entrañable simpatía, que ya creía extinta, hacia gente de mi misma edad. Creo que no todo está perdido, después de todo... Hay más, y mejor, de lo que parece, en la juventud española.

La búsqueda de la autosuficiencia tiene algo (sólo algo) de utópica, pero a poco despiertos que seamos podemos llevarla a cabo. No puede ser total, al ciento por ciento, pero podemos tratar de aproximarnos, al máximo que nos sea dado ¿Para qué? Pues porque si uno quiere vivir para vivir la vida, no vivir para precisar algo que no poseemos, y que nos obligue a, de alguna manera, dejar de vivir para conseguirlo (hablo del trabajo, ¿no lo habían adivinado?...), entonces cabe depender lo menos posible de otras fuentes que faciliten alimentación, reparaciones, suministros de cualquier tipo, etc., y supongan, por tanto, gastos elevados, y que además estén a expensas de vaivenes de los mercados, oscilaciones comerciales y crisis económicas varias, entre otros factores ajenos a nosotros mismos y a las bondades que la naturaleza tenga a bien ofrecernos.

¿Hipotecas? ¿Gasto de la comunidad de vecinos? ¿Cochazos deportivos? ¿Ropajes de fantasía? ¿Trabajo de nueve a seis? ¿Comidas y cenas de fin de semana en restaurantes? Desde luego, no, ya lo sabemos. Pero es que, ¿para qué? Es una pregunta que siempre me hago antes de adquirir algo, desde un libro a un paquete de hojas para afeitado. Y si la respuesta no es lo suficientemente contundente, si la necesidad no es perentoria en grado auténticamente elevado, el libro queda en el estante (muy a mi pesar, desde luego) y dejo crecer la barba durante algunas semanas más... Así que imaginen lo diáfana que es la respuesta, mi respuesta, respecto a las preguntas anteriores... Está muy claro.

El ejercicio de preguntarse por la urgencia o la conveniencia de procurarse algo material (evidentemente, antes de adquirirlo...) es una actividad en extremo simple, pero que manifiesta un sano espíritu crítico ante lo que nos rodea. Si la estructura socio-económica montada a nuestro alrededor posee un funcionamiento cuyo éxito depende en exclusiva de nuestro afán consumidor, comprador, porque gracias a él dicha estructura crece y obtiene beneficios para empresarios, emprendedores, y permite pagar sueldos a trabajadores, etc., entonces hemos planteado mal la cuestión. Un sistema cuyo fin es el crecimiento sin límite, el beneficio a expensas de los bolsillos ajenos, debe tener un final, necesariamente. Y no demasiado lejano, tal vez...

Uno de los principios básicos del liberalismo, y sobretodo del liberalismo conservador, es que el derecho a la propiedad, a la acumulación indefinida de posesiones, es el más importante de cuantos disponemos. Según esta perspectiva, “el individuo”, y cito textualmente de un manual de filosofía política*, “se desarrolla básica –cuando no exclusivamente– a través de la constante acumulación de posesiones en plena competencia con los otros”; algo que se ha dado en llamar “propietarismo”.

¿Es esto lo que queremos? ¿Una especie de acopio incesante de bienes materiales, casi una carrera –autodestructiva, quizá– para ver qué tenemos y qué tienen los demás? ¿Tener más y más, soluciona algo? ¿O no es más que el principio del fin, esa muerte de la que tanto nos gusta hablar, muerte, no física, sino emocional y espiritual?

Un campo de hortalizas, unos olivares, el cielo azul, esa estrella sempiterna, algo de sudor en la frente, una azadón en la mano, y ser y sentirte amo de tu tiempo (la gloria hecha vida). Eso es todo (para mí, todo lo que vale). Es lo que permite apreciarte, no como marioneta al son de lo que otros decidan, sino como dueño de tu futuro; un devenir que el pedrisquero puede arruinar, sí, pero la granizada no te engaña, nada esconde, ni trata de beneficiarse a costa de tu quiebra. Sólo hay una feroz realidad, te guste o no. Ni trampa ni cartón. Como debe ser.

Entre un destino y otro, ser hundido por la banca o los elementos, prefiero que me destroce el segundo. Dejaré todo en manos de Gea. Es mucho más de fiar.

Ya sabéis el adagio: mínima posesión, máximo goce vital.

Y no habrá crisis que pueda con vosotros...

(Imagen: El Hermitaño)

[* Ciudad y ciudadanía, senderos contemporáneos de la filosofía política, F. Quesada (ed.), Trotta, Madrid, 2008]

No hay comentarios: