9 de enero de 2012

Maderas nobles



El hombre que vive ajeno al trabajo manual es como la cocina que carece de fuegos: una total inutilidad. En efecto, aunque la especial agudeza del intelecto y la profundidad (o barbarie, cuando se da) de nuestro corazón son, con toda probabilidad, los componentes esenciales del ser humano, lo que nos distingue de los demás seres vivos, no es menos cierto que poseemos unas manipulantes y diestras manos, unos brazos fuertes y una arquitectura física que nos permite afrontar, con éxito muchas veces, tareas manuales que pueden llegar a ser enormemente placenteras, además de convenientes y necesarias.

Admito mi predisposición a arrebujarme en la cama para ocupaciones “intelectualoides”, a descansar las posaderas en la silla frente al ordenador con demasiada frecuencia, y a mantener las manazas en los bolsillos en cuanto surgen imprevistos en casa. Pero en el campo la cosa cambia. Tal vez impulsado por el frío invernal, el cielo azul intenso o el mimoso sol de la mañana, siento un apetito gigantesco por, en estas semanas de tiempo ligeramente riguroso, dedicar mi cuerpo (y buena parte de mi alma...) a esas faenas briosas de tala, recorte, almacenamiento o quemado de los residuos madereros y las de desbroce y engavillado para futuras necesidades de fuego.

Hacia las nueve de la mañana ya estoy allí, en la choza. El moquillo, que ha aparecido por el fresco matutino durante el trayecto de tres kilómetros a pie, desaparece en cuanto me cambio de ropa. Alcanzo la sierra, saco la escalera y asciendo hasta el último peldaño. Echo un vistazo al universo de ramas y brotes que hay por encima de mi cabeza y empiezo a tantear... “Por aquí no, hay que dejar algún brazo para que salgan los guayacanes”, me digo. Otras veces no tengo piedad: “Toda la ramería de la higuera fuera, menos los dos miembros principales”. En ocasiones son indulgente, y sufro de afectación: “respetaré el helecho; no en vano fueron de las primeras plantas en aparecer sobre la Tierra...”. Reposo la sierra sobre la madera para saber dónde hay que rajar, descanso mis piernas sobre el metal de la escalera, dejo una mano libre, la apoyo sobre el tronco principal, y con la otra aso con fuerza la sierra. Y empiezo.

Es una sensación de gozo extrañísima. Deslizándose arriba y abajo, la sierra va perforando la madera, penetrando en las sucesivas capas, los anillos de crecimiento, como horadando la vida acumulada por el ser vegetal que tienes enfrente de ti. Hay una impresión singular, casi mística (si pudiera aplicarse para este caso) de unión entre tú y el árbol. Unión que nace de la destrucción, devastación a veces, incluso, que sufre una de las partes, pero que pese, o tal vez precisamente a causa de ello, la hace más fuerte. Tanto él como yo nos beneficiamos de esa, aparentemente, colérica explosión de fuerza mientras la sierra corre por sus entrañas; mis energías se agotan liberando a mi igual de toda la prescindible carga, ese envoltorio insano, permitiéndole más tarde crecer con nuevos brotes más vigorosos y resistentes en su ser, brindando frutos jugosos y llenando de abejas e insectos el aire de la próxima primavera. A mi vez, toda la madera recolectada, ese depósito de luz solar almacenada gracias a la sabiduría de la naturaleza, me será cardinal para calentar el hogar si fuera necesario mediante la epifanía del fuego, dar el calor preciso para cocer paellas y guisos y facilitar la combustión de restos más trabajosos y no tan dispuestos a ser devorados por las llamas.

Se trata, ya se ve, de una relación simbiótica: ambos salimos ganado. Pero no solamente en el contexto pragmático; la sierra pone en contacto dos entes, dos realidades ontológicas, distintas, pero idénticas en esencia. Más allá de las materias habitan las almas, la suya y la mía. Esto, que parece broma, va muy en serio: todo aquel que haya percibido un árbol lo sabrá. Para quien no sea más que un montón de madera no entenderá nada, naturalmente.

Una vez despojado de sus excedentes viene el trabajo, igualmente encantador si lo haces con tiempo y ganas, de cortar en pequeños pedacitos los ramales mayores y separar los menores para “remulla”. Así, te pones en dirección al sol temprano, coges las tijeras y podas aquí y allá; después, de nuevo con la sierra, confeccionas ligeros tronquitos, que almacenarás en cajones de naranjas para su uso posterior. Proporciona una satisfacción maravillosa ver toda esa sustancia leñosa convenientemente apilada y preparada, así como contemplar al árbol liviano y aliviado, y saber que todo es obra de tus manos, sobretodo si éstas no suelen ser motores de creación o transformación en el mundo empírico, como suele ser mi caso. Por otro lado, no hay que echar nada a la basura; todo sirve, en el mundo natural. Los desechos más livianos, el ramaje verduzco, servirá para hacer compost, alimentar a animales rumiantes, si los tienes, o como se ha dicho, catalizar el fuego purificador si no queda más remedio que librarnos de tales desechos.

La labranza no tiene fin; siempre hay quehacer: reparar cercas, pintar paredes, eliminar malas hierbas, construir algún cobertizo... esto por lo que atañe a funciones manuales. Las otras, las que dan energía más específicamente a la mollera o al espíritu, tampoco se terminan allí, en la choza: sol eterno, gatos imperecederos con sus travesuras, lecturas mil, conversaciones a la luz astral, siestas agradecidas, vigilar el correteo de las nubes, el rumor del viento, o sea, todo el cortejo ya conocido de hechos y actuaciones naturales, sembradas bajo la presencia de esos troncos majestuosos y (ahora) recortados, suaves como la calva de un recién nacido, y a punto para recibir el siguiente ciclo de estaciones, de vida y de muerte.

Y allí, junto a ellos, estaremos nosotros, aguardando con ansia la próxima oportunidad de emplear la sierra, formar un caos de ramas, hojas y troncos y entrar, a Dios gracias, en contacto profundo con nuestros hermanos silenciosos del reino vegetal.

(Imagen: El Hermitaño)

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