6 de agosto de 2014

Los memos


Paseaba tranquilamente, unos días atrás, por las montañas cercanas a Gandía cuando llegué a aquel parque, donde suele el gentío organizar y preparar sus paellas y barbacoas. Y, al mirar su interior, me detuve en seco. 

Aquel espectáculo me puso, sí, de muy mala leche. 

Y no me suele suceder, pero ver aquella acumulación de desperdicios, de mierda, dejadas allí por unos imbéciles (ésos y aquellos otros que arrojan al suelo, entre los pinos y fuera de los contenedores su inmundicia [suya, sí, porque forma parte de ellos, no es algo externo de lo que prescindan... es su yo], unos imbéciles incapaces de depositar sus residuos en la papelera situada (obsérvese bien la fotografía...) a escasos centímetros de la mesa... ver aquello fue como una patada en las partes nobles, una risa de desprecio esbozada por aquellos anónimos (ellos mismos despreciables...) seres.

Y, entonces, me pregunté si valía la pena, si merecía el esfuerzo ofrecer tanto bienestar a quienes no son capaces de entender un carajo: ni de dónde vienen, ni adónde irán (cuando no sean más que polvo y huesos dentro un ataúd, quizá dentro de no mucho tiempo...), ni cuál es su relación con el entorno, entorno que ellos ven como otra diversión más, a la que no deben respeto ni cuidado; únicamente se aprovechan de él, de ese entorno, lo fuerzan, exprimen su jugo y luego desaparecen, sin considerar nada, sin atender a rogativas, a carteles que intentan educar su lamentable comportamiento habitual... No sirve de nada, porque la naturaleza es, no ya su amiga, sino una mera ramera, a la que violar cuando se les antoja, y escupir a la cara en cuanto les ha satisfecho su deseo.

Y me respondí a mí mismo que no, que no merecen ese privilegio. Que cuando la educación inculcada es tan insuficiente, tan mezquina y fútil, tan carente de valores cívicos, lo mejor es prohibir. Y prohibir para siempre, además. Recordé, entonces, la película "Minority Report" (basada en la novela homónima del gran Philip K. Dick), y su pre-detección de los homicidios y los atracos... Y lamenté que algo así no exista ya, pero aplicado a quienes dañan el mundo natural. A todos aquellos que echan una colilla en el bosque, a quienes maltratan a un perro callejero o a quienes vierten sustancias tóxicas en los ríos... Poder predecir que lo harán, y acudir para evitarlo. Y juzgarles. E impedir que pisen otra vez el santuario natural, que dejen caer unas gotas de lejía en el agua que fluye o que se acerquen a menos de cincuenta metros de cualquier animal...

Y que todos sepan cuáles son sus rostros, cómo se llaman; dónde viven, incluso. Que se sepa quiénes son los que nos hacen daño, a nosotros y a todos los demás. Quienes no aman nada, ni siquiera a sí mismos. Sólo conociendo se puede respetar; y ¿cómo van a conocer, aquellos mendrugos que se sentaron en el merendero, algo de la grandeza que les rodea si no saben nada ni de ellos mismos? Si precisan de jolgorio, del ruido, de la actividad constante, para no centrarse en sí mismos... so pena de huir aterrados ante lo que puedan descubrir en su mismo interior, ¿qué podemos esperar que respeten, que cuiden, que mimen?

Nada, ni a nadie.

Tras el instante de rabia, de impotencia, todo se trocó en ascoY, sobretodo, en lástima. Me apena que haya seres así. Es triste.

Demasiado triste...

(Imagen: El Hermitaño)

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