21 de enero de 2018

'Pequeñas alegrías', el sustrato de una vida



Unos años atrás la suerte me sonrió. Se ve que el negocio no funcionaba según lo esperado y una casa de compra-venta de artilugios de segunda mano estaba a punto de cerrar. Ya habían desmantelado media tienda pero me apresuré a echar un último vistazo a la sección de libros (de dónde ya había retirado unos cuantos... bueno, más de trescientos, en los últimos tiempos).

Había cuatro o cinco que me llamaron la atención, y estaban casi pegados los unos a los otros. En tapas duras, editados hace mucho (años setenta del siglo pasado) y algunos con la sobrecubierta rasgada, eran obritas peculiares. Tomé un par de Simone de Beauvoir, otra de Thomas Mann y con una "pequeña alegría", me topé con el nombre de un escritor que siempre me evoca profundidad, elegancia, una prosa que es puro gozo y que trasmite un amor y esmero por su oficio incomparables.

'Conocí' a Hermann Hesse hacia los 20 años. Leí primero "El lobo estepario", como es casi habitual, que me impactó y cautivó. Luego han seguido otros muchos, como también es menester, pero hoy quisiera hablar de ese singular volumen que hallé casi sin querer en la tienda de compra-venta. Un libro que no recoge novelas, ni relatos ni ensayos extensos, sino un compendio de pequeños textos escritos por Hesse desde 1899 a 1960, poco antes de fallecer.

Son "pequeños" en extensión, mas no en lirismo ni capacidad de deleitar a través de las palabras. Son breves reflexiones, apuntes de viajes, momentáneos escritos que expresan las percepciones, sensaciones y sentimientos de un Hesse que va evolucionando, cuyas ideas y posturas se ven cambiantes y en constante crecimiento. Hay instantes de placer estético, de amargura, de dicha por vivir. Se transcriben también hechos curiosos, estampas de naturaleza, relatos de libros leídos, apuntes de otros continentes, obituarios de personas cercanas al escritor, incluso textos sobre máquinas de escribir, acerca del ocio, de mariposas, etc. No faltan, tampoco, las reseñas médicas o los recuerdos de la infancia de Hesse, entre muchas otras cosas.

El primer fragmento, escrito cuando Hermann tenía sólo 22 años y que da título al volumen, ya revela su gusto por observar la situación social de cada momento, percibiendo las carencias y virtudes (emocionales, artísticas, espirituales) de su tiempo y tratando de ofrecer, desde el respeto y la tolerancia, siempre una "alternativa" para crecer y mejorar (aunque él mismo, en su humildad, afirma: "sé tan poco como cualquier de una receta universal para paliar estos inconvenientes"). A veces acertada, otras no tanto, pero brindada con el ánimo de hacer más noble a la sociedad, ímpetu loable en todo caso.

Las "pequeñas alegrías" de que habla Hesse en ese primer fragmento tienen que ver con la prisa, el correr de la vida, el incesante trotar de los tiempos que nos arrastra con ellos y nos impide detenernos, mirar, escuchar y contemplar(nos), y apreciar "la jovialidad, el amor, la poesía" que nos rodea. Hesse escribía en 1899, pero casi 120 años después estamos en el mismo punto (en realidad, mucho peor), por lo que es fácil comprenderle y trasladar sus ejemplos a la actualidad de este recién abierto 2018.

Hesse incluye también, en ese cajón de los que no hemos aprendido aún a discernir las "pequeñas alegrías", a todos aquellos cultos, cultivados e intelectuales que pueden llegar a sentir cierta angustia si no están "a la última", si no acuden a ver el postrer estreno teatral, si no han adquirido la última novedad editorial o aún no han pisado esa exposición recién inaugurada o, incluso, si prescinden por un día de la lectura del periódico. Todo ello es conveniente en cierta medida, pero en otra pasa a ser muy perjudicial, porque impide apreciar un cuadro (hay muchos que ver...), una novela (está saliendo ya otra en el mercado, hay tantas en la biblioteca...), etc.

Las "pequeñas alegrías son tan insignificantes y han sido sembradas con tal profusión en la vida diaria que el sentido embotado de incontables hombres de trabajo no ha sido tocado por ellas. ¡No llaman la atención, no son alabadas, no cuestan dinero!", afirma el escritor.

Entre ellas descuellan las alegrías producto del contacto con la naturaleza. En las calles, en el incesante ir y venir, echemos un vistazo al cielo, podemos ver un árbol, un gorrión, o un pedazo de firmamento azul: "acostumbraos a mirar el cielo durante un rato todas las mañanas y de pronto percibiréis el aire a vuestro alrededor, el hálito de la frescura matutina". Y prosigue: "Un pedazo de cielo, una tapia tapìzada de verdes enredaderas, un buen caballo, un lindo perro, un grupo de niños, una bella cabeza de mujer... no nos dejemos robar todo esto".

Paisajes, instantes, rostros, voces, sonidos, vahos, olores, músicas, caminatas... Hay mil y una "pequeñas alegrías" a la vuelta de la esquina, frente a nosotros y que nos llaman, a poco que podamos y sepamos atenderlas. Experimentar cada día tantas como sea posible "es lo que quisiera aconsejar a todos quienes padecen de falta de tiempo y desgana", concluye Hesse.

El libro me costó apenas un euro, una miserable moneda, el precio de un café. A cambio, no sólo obtuve muchas "pequeñas alegrías" sino un montón de delicados, sutiles y hermosos tesoros hechos con palabras.

En 2017 se cumplieron 130 años del nacimiento de Hermann Hesse. Inmejorable excusa para volver a adentrarnos en el universo insuperable de un genio que, más allá de sus "grandes textos", es en sus más escuetos escritos donde se nos revela su proximidad, su íntima presencia, su visión humana y el modo como percibió y entendió qué es vivir, y cómo quizá deberíamos hacerlo, para beneficio de todos.

(Imagen: El Hermitaño)

5 de enero de 2018

La estrella de la Navidad


Presente en multitud de representaciones e icono "astronómico" de las fiestas navideñas, la estrella de los Reyes Magos (o estrella de Belén) siempre ha sido fuente de diversas interpretaciones para intentar saber qué fue, realmente. Si es que, de hecho, es algo más que un mito. Se supone que la "estrella" fue un astro que indicó a los Magos hacia dónde debían dirigirse, para luego "detenerse" en el lugar donde Jesús había nacido.

Si suponemos que Cristo nació entre el 6 y 7 antes de Cristo (perdón por la contradicción...), que es la fecha más probable, 'algo' hubo de verse entonces que guiara a los Reyes Magos hacia Palestina, para poder encontrar al nuevo Mesías. El problema es saber de qué se trata.

Hay quienes sospechan que se trató de un OVNI, es decir, de algún aparato, nave o artilugio extraterrestre que se acercó hasta los Reyes Magos y les condujo hasta el lugar donde iba a nacer Jesucristo. Puede que existan estas naves, y estos seres, pero no tenemos el menor indicio de que algo así viniera a nuestro mundo esa época. ¿Por qué iba a venir una raza extraterrestre a "alumbrar" el camino de un Dios que, en el mejor de los casos, sólo representa a una parte de la Humanidad? Antropocentrismo puro y duro...

En las obras de la Edad Media (como la de arriba, realizada por Giotto a principios del siglo XIV) suele aparecer en forma de cometa, pero no hay registro de cometas en torno a los años 6-7 a. de C. A veces, en los árboles navideños que colocamos en nuestros salones, la imagen corresponde a una estrella, que bien podría suponer la presencia en el cielo de una nova o una supernova, pero tampoco hay menciones al respecto en las crónicas occidentales, chinas o coreanas.

Tampoco puede ser Venus, que es un astro extremadamente brillante (el de mayor brillo, después del Sol y la Luna), puesto que los antiguos conocían muy bien su presencia matutina/vespertina y no hay modo de que cometieran tamaño error.

¿Un bólido muy brillante? Tampoco, dado que es un fenómeno luminoso pero que apenas dura unos segundos.

¿Entonces? Parece ser que la mejor opción es la situación especial de dos planetas en el cielo, en particular Júpiter y Saturno, que hacia el año 7 antes de Cristo estaban muy cerca en el firmamento. Los Magos, probablemente, eran astrólogos, con lo que harían una interpretación astrológica de este suceso astronómico. Júpiter sería visto como un gran rey (recordemos que Júpiter era Zeus, el rey de los dioses, en la mitología griega que luego re-adoptaría el Imperio Romano). Saturno, por su parte, era el dios romano del tiempo y la justicia. Por tanto: "Nuevo rey de justicia".

Sumado a todo ello, ambos planetas estaban en la constelación de Piscis, un signo de agua. La constelación se asociaba a Moisés (claramente involucrado en temas de agua: se le rescató de las aguas, abrió el mar Rojo, convirtió el agua en sangre, etc.) y de él hasta su pueblo, Palestina. Por este motivo, los Reyes se digirieron hacia allí. 

La importancia de una conjunción tal entre Saturno y Saturno la refuerza le hecho de que dos tablillas de arcilla de Babilonia, halladas en Siphar, hacen referencia a tal fenómeno con entusiasmo. Por lo tanto, era un suceso que ya se conocía que iba a acontecer y que, por tanto, tenía cierta relevancia para los estudiosos del cielo.




Aspecto del cielo cerca de Babilonia, el lugar supuesto del que partieron los Reyes Magos, en una reconstrucción del cielo vespertino del día 29 de noviembre del año 7 antes de Cristo. He colocado el círculo rojo para señalar la conjunción de Júpiter y Saturno, prácticamente fundidos en el cielo, un hecho inusual y de fuerte carga simbólica desde el punto de vista astrológico.

¿Fue en verdad nuestra "Estrella de Belén" esta conjunción planetaria? No lo sabemos con certeza, pero es plausible. Quizá se trate de otra cosa, que hoy desconocemos, o puede que sea un mero invento literario. En todo caso, el interrogante seguirá abierto, posiblemente durante mucho tiempo...

La próxima vez que veáis un belén o una estrella en la cúspide de un árbol de Navidad, pensad lo que podría ser en realidad ese astro. Cometa, supernova, conjunción planetaria... o quizá algo totalmente inesperado y sorprendente.